miércoles, 2 de mayo de 2012

Cursos y recursos de la literatura centroamericana

 (Este ensayo que es de mucho interés para todo escritor, lector e investigador de literatura centroamericana fue publicado en Istmo: Revista Virtual de Estudios Literarios y Culturales de Centroamérica. Dado la importancia que tiene la investigación y documentación, lo reproducimos en su integridad, con el permiso del autor.)



Dante Liano

Università Cattolica del Sacro Cuore, Milán, Italia



Durante los años 70 del siglo XX, el Doctor Salvador Aguado Andreut dominaba el panorama de la crítica académica en Guatemala. Aguado era el paladín de la crítica estilística y la ejercía con un rigor admirable. Vivía como un académico europeo en un medio que favorecía mucho más la creación literaria, y por ende, una crítica literaria creativa, impresionista, poética. Entre sus colegas, sobresalía Francisco Albizúrez Palma, más inclinado a una crítica que podríamos llamar descriptiva: erudita, pletórica de datos bio-bibliográficos, muy prudente en la emisión de juicios de valor. También era bastante sólido Hugo Cerezo Dardón, quien favorecía una suerte de crítica historicista, concentrada en la biografía y en las correspondencias históricas.


Aguado formó un par de generaciones en el ejercicio de la estilística. Tres textos suyos fueron de lectura obligatoria para los estudiantes de los primeros años de la Universidad de San Carlos:

Algunas observaciones sobre el Lazarillo de Tormes, Por el mundo poético de Rubèn Darío, En torno a un poema de Juan Ramón Jiménez.


Los análisis de Aguado se basaban en la lingüística. Eso le permitió escribir cien densas páginas sobre un solo poema de Juan Ramón. Sometía el texto, en primer lugar, a un cerrado análisis fonético, luego pasaba a la morfología, después a la sintaxis y, por último, concluía con el léxico. Tal aproximación positivista no dejaba lugar a la interpretación, de manera que, después de extenuantes clasificaciones retóricas, las conclusiones, si las había, a lo sumo eran numéricas o estadísticas.

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Algunos de sus alumnos se ejercitaron en la estilística estadística, y existe una tesis sobre el número de sustantivos, adjetivos y verbos que pueblan

El señor Presidente, de Asturias, hecha en una época en que no había personal computers, y cuyo mayor mérito es el conteo aritmético de dichos fenómenos morfológicos. La gran ventaja de esa variante de la estilística era que bastaba saber analizar según las diferentes ramas de la lingüística y el estudio estaba hecho.


De allí los numerosos adeptos académicos del Doctor Aguado. Y de allí, también, sus numerosos detractores, que lo acusaban de diseccionar los textos sin exponerse nunca a una interpretación o mucho menos a la relación del texto con la historia o con la sociología. Algunos reaccionaban como Pablo Neruda frente a la obra que le dedicó Amado Alonso: "es como describir a una persona mientras hace la digestión" (Rodríguez Monegal 130).


Otros críticos no académicos, como José Mejía, profesaban un estilo más cercano al ensayo literario, bajo el ejemplo de Luis Cardoza y Aragón, y, en otros casos, a la crítica social de la literatura, bajo el signo de Arnold Hauser o de Lucien Goldmann, cuando no de Giorgy Lukàcs. Debo declarar que no conozco otros ejemplos centroamericanos, si no el nicaragüense, también dominado por el ensayo literario, como en el caso de Pablo Antonio Cuadra(por ejemplo,

Aventura literaria del mestizaje) o el de Sergio Ramírez (Balcanes y volcanes).


No sé decir, entonces, si toda la crítica centroamericana de los años setenta estaba monopolizada por la estilística. Ello es un síntoma importante de otro hecho: los académicos centroamericanos no conservaban una gran comunicación entre sí, y cada quien se limitaba al estudio limitado de su propio huerto. Que yo sepa, no existían estudios generales sobre literatura centroamericana. Había artículos, voces de diccionarios, prólogos a antologías, enfoques sectoriales, pero no un libro que comprendiese un estudio pormenorizado de toda la literatura de la región(1).


Aunque comenzaban a destacar algunos estudiosos en cada país. Sobre literatura guatemalteca, el mencionado Albizúrez Palma, en El Salvador, Luis Gallegos Valdés, en Nicaragua, Jorge Eduardo Arellano, en Costa Rica, Abelardo Bonilla y en Panamá, Ismael

1

Una buena base bibliográfica la constituye Acevedo 491-503.

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García. No tengo noticia de un libro completo sobre literatura hondureña, aunque sí de artículos de Rafael Heliodoro Valle (ver Acevedo 495) y de Humberto Rivera Morillo (ver Acevedo 495).


Hacia finales de los años 70, la guerrilla guatemalteca llevaba años de lucha contra un estado fuertemente represor, y, por primera vez en mucho tiempo, llevaba la iniciativa con fuertes probabilidades de victoria. En El Salvador, las fuerzas revolucionarias mantenían en jaque al Ejército del país. Nicaragua hervía de pasión sandinista. Sólo Honduras y Costa Rica mantenían una situación más o menos estable. Menos en Honduras, más en Costa Rica, como todos sabemos. Panamá sostenía su situación de país-puente, enclave de los norteamericanos. De pronto, para sorpresa de los mismos centroamericanos, el istmo se volvía uno de los "puntos calientes" del planeta y se llenaba de periodistas, espías, contraespías, y la variada fauna de los aventureros internacionales. De la atención política se pasó rápidamente a la atención literaria. Grandes directores de cine rodaron películas ambientadas en Centroamérica. Valga recordar

Salvador, de Oliver Stone y La canción de Carla, de Ken Loach. Muchos de los actuales estudiosos de literatura centroamericana se iniciaron como activistas de los derechos humanos. Pronto, en la academia norteamericana los profesores de literatura centroamericana fueron muchedumbre. En los congresos de la Latin American Studies Association (LASA), el tema centroamericano fue preponderante por muchos años.


Sin embargo, el acontecimiento más influyente fue el primer Congreso Internacional de Literatura Centroamericana (CILCA), organizado por Jorge Román-Lagunas en Nicaragua, en 1993. El primer gran mérito de esos congresos fue reunir a estudiosos centroamericanos en un solo sitio y ponerlos en la situación de intercambiar impresiones sobre su propia literatura. El defecto fue la falta de diálogo con los estudiosos norteamericanos, que bajaban a Centroamérica con una idea vagamente turística y un español francamente deplorable. Con excepciones realmente raras, como la de Marc Zimmerman, los profesores norteamericanos llegaban, leían su ponencia, iban a pasear y regresaban a sus respectivas academias. Los centroamericanos no desaprovecharon la oportunidad y poco a poco fueron intercambiando opiniones, artículos,

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consejos. Fue en esos congresos donde algunos académicos alcanzaron una dimensión regional, como Arturo Arias, Magda Zavala, Franz Galich y otros.


Creo poder afirmar que con los diferentes CILCA de Román-Lagunas se impuso el modelo de crítica posmoderna en la literatura centroamericana. Al mismo tiempo, subsistió por un buen período la crítica social, debido sobre todo al referente histórico imperante. Era imposible no aludir a la obra de Manlio Argueta o de Claribel Alegría, o a las narraciones de Sergio Ramírez o a las poesías de Gioconda Belli. Todos eran autores fuertemente implicados con los procesos revolucionarios de entonces. Quizá la obra más representativa de esa tendencia fue

Literature and Resistance in Guatemala: Textual Modes and Cultural Politics from El Señor Presidente to Rigoberta Menchú, de Marc Zimmerman (publicado en 1995). Sin embargo, la crítica social fue decayendo en la medida que las instancias revolucionarias eran derrotadas. Y en tanto que la crítica social caía en desuso, surgía con fuerza la crítica postmoderna, de moda en los Estados Unidos.


A los congresos de CILCA hay que añadir otro poderoso factor en la implantación del postmodernismo en Centroamérica: las becas de postgrado que numerosos estudiosos ganaron en los Estados Unidos. Los jóvenes más talentosos fueron cooptados por la academia norteamericana, y la mayoría de ellos sacó su Ph.D. en las Universidades de aquél país. No fueron pocos los que se quedaron como profesores.


Mientras tanto, en Centroamérica, los estudios estilísticos pronto derivaron en el estructuralismo y casi sin solución de continuidad, en los estudios semiológicos. En esto influyeron los becados a Francia, que continuaron en Centroamérica las enseñanzas de sus maestros galos. Por ejemplo, en Costa Rica, María Salvadora Ortiz creó una suerte de escuela de seguidores de Claude Couffon.


Una de las característica del postmodernismo centroamericano es su completo mimetismo de la academia norteamericana. Lo que allí era regla, lo era también en las Universidades de Centroamérica. Una de las características de ese postmodernismo era la de tener maestros anglosajones pero sus lecturas básicas eran los pensadores franceses. De allí que los estudios

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sobre los autores de Centroamérica estuvieran poblados de citas de Derrida, Baudrillard, Deleuze, Guattari, Vattimo, Paul de Man (antes de descubrirse su filiación nazi) y, naturalmente, Foucault y Lacan. El estilo del ensayo de marca norteamericana es una densa introducción teórica, que repite las opiniones de varios de estos pensadores sobre el tema que se pretende tratar. La segunda parte del ensayo es la aplicación de esas ideas al texto o textos examinados.


La primera anotación que se puede hacer a ese tipo de ensayo es la aceptación acrítica de las especulaciones de los pensadores franceses, con mayor entusiasmo del que recibían en patria. El criterio de autoridad se impuso como criterio de verdad, sin buscar las fuentes de la mayoría de ellos. Está claro que muchos de estos pensadores se basaban en la teoría lacaniana, no sólo en su relectura de Freud, sino también en el ejercicio de un estilo deliberadamente oscuro, a veces incomprensible. Otra fuente importante era Heidegger, que nuestros centroamericanistas frecuentaron poco, resignándose a las relecturas ofrecidas por los franceses.


La segunda anotación se refiere al método. Aunque nadie puede predicar la autarquía crítica con modelos endógenos inexistentes, tampoco es del todo convincente lo que sucedía en muchos casos: el texto se forzaba con tal de que respondiera a los presupuestos teóricos enunciados al principio. La metáfora de la camisa de fuerza, por banal que sea, se impone. Dicho de otro modo: en lugar de interrogar directamente al texto (como bien predicaba Leo Spitzer), se hacía hablar al texto con fórmulas postmodernas francesas. Y aunque no se trate de un análisis crítico postmoderno, buen ejemplo puede ser el libro de Seymour Menton sobre el realismo mágico. Allí, Menton abre su voluminoso estudio con una definición de realismo mágico que luego encasqueta a toda la literatura hispanoamericana, con el resultado de que todos son realistas mágicos, aun autores tan disímiles como Juan Rulfo, Garbiel García Márquez, Miguel Ángel Asturias y Jorge Luis Borges.


De alguna manera, los estudios postmodernos vinieron a confluir con una crítica marxista académica, de una ortodoxia que ya no existía (no podía existir) en los países de la órbita soviética. El profesor John Beverley reunió, en Pittsburgh, a un par de generaciones de centroamericanos, que siguieron fielmente sus enseñanzas. Beverley había comenzado sus

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estudios como especialista el Siglo de Oro español. Luego, había ido cuestionando la función social de la literatura, tal y como era entendida por el pensamiento dominante. Contra esa concepción de literatura, escribió un libro llamado

Against Litterature (publicado en 1993), en donde sostiene que la única literatura válida en los tiempos postmodernos es el llamado "testimonio".


Beverley está virando ya hacia los estudios culturales, que amplían su campo de estudio de la literatura a todas las manifestaciones de la cultura, entendida en su sentido antropológico. El libro que mejor recoge esa tendencia y que impuso también una tendencia es

Culturas híbridas, del argentino residente en México Néstor García Canclini (publicado en 2001). La gran ventaja de los estudios culturales es su apertura hacia otros campos del saber, como la antropología, la etnología, la filosofía, la psicología y la sociología. Su peligro es el abandono de los estudios literarios, con el riesgo de que el crítico se aventure en terrenos no siempre bien conocidos, con un acercamiento casi periodístico a especialidades que requieren una formación básica indispensable. Muchas veces, el secuaz de los estudios culturales se convierte en un todólogo, un amateur de las ciencias sociales sin poseer los fundamentos para ejercerlas. Su mayor riesgo no es tanto el tropezón, el accidente científico, la inexactitud o la aproximación. Su mayor riesgo es la banalidad. Llegar con décadas de retraso a descubrir aspectos de la sociedad que otras ciencias ya han establecido con certeza.


Expuesto ese peligro, hay que decir que lo mejor de la crítica literaria centroamericana de nuestros días procede de los estudios culturales. Los congresos de Román-Lagunas se adecuaron a un esquema cuya repetición comenzó a agotar su loable iniciativa. El sistema de los congresos de CILCA comprendía la presencia de escritores centroamericanos invitados, que leían su obra más reciente en sesiones organizadas para el efecto. Comprendía, sobre todo, una mole de ponencias tan numerosa que obligaba a la organización de mesas simultáneas. Hay un tercer factor para nada indiferente: los congresos de CILCA se desarrollan en lugares estratégicos, que favorecen el turismo académico. Como ya se ha señalado, casi nunca los centroamericanos


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lograron comunicar con los norteamericanos. En algunos casos, los escritores invitados se alojaban en un hotel de rango inferior al de los académicos pagantes.


A este punto, hacia la mitad de los años 90, un grupo de estudiosos se reunió en la Universidad Centroamericana en Nicaragua y después en la Universidad de Costa Rica y elaboró el proyecto de una historia de la literatura centroamericana con aportes multidisciplinarios. Ello permitió poner en comunicación a críticos jóvenes de notable valor, como Héctor Leyva, Leonel Delgado, Franz Galich, Beatriz Cortez, Ricardo Roque Baldovinos, Claudia Ferman y otros. La creación de ese grupo y el impulso para estudiar la literatura centroamericana por los mejores críticos de la región tuvo un importante apoyo en el profesor alemán Werner Mackenbach, a la sazón coordinadorr de la cooperación alemana para Centroamérica. Mackenbach une grandes capacidades críticas, que lo hacen uno de los más serios estudiosos de la literatura centroamericana, con un talento raro en los académicos: dotes organizativas y administrativas. Hay que decir, sin disminuir su mérito, que ha encontrado eco y apoyo en críticos jóvenes y ya fundamentales para el estudio de nuestra literatura, como la mencionada Beatriz Cortez o Valeria Grinberg Pla, o Alexandra Ortiz Wallner.


Las reuniones preparatorias de los volúmenes de la Historia de la literatura de la América Central pronto se convirtieron en congresos, en cierta medida alternativos a los de CILCA. Se eliminó el turismo académico, en cuanto los participantes eran nativos de la región, o residentes por largo tiempo en ella. Y se eliminó también la separación entre estudiosos del Primer Mundo y estudiosos del Tercero. Una auténtica pasión por la propia cultura llevó a los estudiosos centroamericanos a dialogar y discutir sobre las propuestas de lectura de la cultura centroamericana. El resultado han sido dos densos volúmenes, intitulados, con prudencia:

Hacia una historia de las literaturas centroamericanas (2), el mayor y más profundo esfuerzo por lanzar una seria mirada crítica sobre Centroamérica, en donde, a los aportes de los centroamericanos, se unen importantes ensayos de estudiosos de otras latitudes.

2

Ver Mackenbach; Grinberg Pla y Roque-Baldovinos.

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A ello habría que añadir aportes individuales muy importantes, como los brillantes ensayos de Arturo Arias

(La identidad; Gestos; Taking) y las reflexiones de Beatriz Cortez. Ambos trabajan en universidades norteamericanas y desde allí han creado (con diferentes puntos de vista) auténticas escuelas de la nueva crítica. Su interés se ha centrado en el análisis postmoderno de la producción actual en Centroamérica, y ambos están confluyendo en el registro de un fenómeno nuevo e importante en la región: la emergencia de una literatura escrita por indígenas mayas.


En los años 90 del siglo XX, una contribución fundamental a la literatura hispanoamericana en general la ofrecieron los Archivos de Literatura Latinoamericana, dirigidos por Amos Segala. Dicha iniciativa editorial se basaba en la experiencia de los "Clásicos castellanos" o en las valiosas colecciones de ediciones de literatura española de Castalia o de las Ediciones Cátedra. Se trataba de hacer ediciones filológicamente correctas de las mayores obras de la literatura hispanoamericana, a partir de las obras completas de Miguel Àngel Asturias. Bajo la dirección de Amos Segala, grupos de estudiosos publicaron obras como

Rayuela, El zorro de arriba y el zorro de abajo, Raza de bronce, etc. Algunas de esas obras eran de autores centroamericanos.


Las ediciones de Archivos de Literatura Latinoamericana cubrían una necesidad fundamental de nuestra literatura: la impresión de obras filológicamente confiables, delante de una proliferación de reediciones o simples reimpresiones que dejaban escapar errores incluso groseros. Haber trabajado en la edición de

El hombre que parecía un caballo y otros cuentos, de Rafael Arévalo Martínez me convenció de la importancia del uso de la filología en los estudios literarios centroamericanos. La mayor parte de nuestros autores han sido editados sin ningún criterio de rigor, y a veces basamos nuestras interpretaciones en obras cuya fiabilidad es discutible.


Valga el ejemplo de Arévalo Martínez: al recoger todo lo que se había publicado de

El hombre que parecía un caballo, me encontré con 16 ediciones de la obra, algunas de ellas radicalmente diferentes de las otras. Así que cuando uno hablaba de ese libro, no sabía en realidad a qué edición se estaba refiriendo. Establecer cuál era el verdadero texto que respondía al título de El hombre que parecía un caballo fue un trabajo fascinante. Y, además, satisfactorio: a

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partir de nuestra edición, uno podía estar seguro de estar trabajando con el texto definitivo de Arévalo Martínez.


Cuando uno piensa que, aparte Miguel Àngel Asturias, hay una pléyade de autores centroamericanos que están esperando al estudioso de literatura que se tome el trabajo de fijar sus textos, se da cuenta del enorme horizonte de trabajo que existe en Centroamérica. Ante la variedad de crítica interpretativa o analítica, habría que plantearse si no valdría la pena, antes de lanzarse a las interpretaciones, fijar los textos que se van a interpretar. Faltan por editar José Batres Montúfar (vale la pena poner al día la excelente edición de Adriàn Recinos), José Milla, Arturo Ambrogi, Salvador Salazar Arrué, Joaquìn Pasos, Ernesto Cardenal, Manuel González Zeledón, Rogelio Sinán y tantos otros.


Permítaseme romper lanzas en favor de la crítica filológica. La Filología forma parte de los estudios literarios. Y aquí, cabe una distinción que no todos comparten. No es lo mismo "crítica literaria" que "estudios literarios". La crítica literaria la puede ejercer cualquiera: es la comunicación de mis impresiones sobre la lectura de una determinada obra. No se le niega a nadie. Puede emitir juicios positivos (con los cuales está contento el autor y descontentos sus enemigos) o juicios negativos (con los cuales no está contento nadie, ni el autor reseñado ni sus enemigos). El único requisito requerido por la crítica literaria son todas las lecturas del mundo y un juicio sereno y equilibrado. Por eso la ejerce cualquiera, pues todos se retienen sabios y juiciosos.


Los estudios literarios son mucho más modestos y al alcance de cualquiera. Se trata de estudios universitarios, hechos con métodos ya comprobados y propuestos por diversas escuelas. Basta asistir con provecho a los cursos. Lo importante es aprenderlos bien y aplicarlos con honestidad a las obras. De los estudios literarios no se esperan grandes vuelos de pensamiento. Ello se deja a los ensayistas literarios. (Octavio Paz usa muchos estudios académicos para construir su monumento a Sor Juana).


Entre los estudios literarios, uno de los más importantes es el de la filología. Se trata de la ciencia de editar y fijar textos, literarios o no. Sirve para saber que un texto es auténtico y no una

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versión arbitraria, errónea o descalificada. Hace unos días, estuve en una lectura de textos de Borges. Pedí prestada a la biblioteca una edición bilingüe y preparé mi charla sobre esa edición. Mientras tanto, los organizadores habían fotocopiado otra. Tratándose de un contemporáneo, se suponía que era igual. Descubrimos el error en el momento que iniciaba la conversación. Yo estaba leyendo un texto diferente al que tenía el público, por el simple motivo que Borges había corregido sus poesías. Mi texto era anacrónico e inválido. No era el verdadero. El verdadero era el que habían fotocopiado los organizadores.


De esto se ocupa la filología, de establecer cuál es el real texto de una obra. Una edición crítica rigurosa no es más que la fijación de ese texto definitivo. Cualquier otro dato: el entorno histórico, el entorno literario y los comentarios sobre la obra, son subalternos a la tarea esencial de señalar palabra por palabra la validez de la edición.


La literatura centroamericana necesita una escuela de filólogos, una generación de estudiosos que fijen los textos más importantes de nuestra letras. Es necesaria una intervención filológica: decir cuál es el texto que responde a un determinado título. No es importante interpretarlo, ni contextualizarlo, ni explicarlo. Lo importante es decir: "éste es el texto, no otro".


Llegué a esa conclusión siguiendo una regla de la filología de textos contemporáneos: la obra legítima es la última autorizada por el autor. No es como en la filología de manuscritos, en donde el texto central es la

editio princeps, y el resto son variantes. En la edición de libros modernos, el procedimiento es el contrario: se parte del último. Por ejemplo, en la tesis de Miguel Ángel Asturias, el texto que se debe editar no es la tesis original de 1924, sino la edición francesa de Couffon, que fue la última autorizada por el Premio Nobel. Tarea del filólogo es establecer si entre esta edición y la original ha habido cambios o manipulaciones.


Como toda ciencia, la filología establece un objeto de trabajo, tiene métodos propios y establece hipótesis que se van renovando en la medida que progresan el campo de estudios o que se van descubriendo manuscritos perdidos. Se puede imaginar la emoción de Franz Schneider, un estudiante de doctorado alemán que, en 1914, descubrió el manuscrito original del Libro de los gorriones

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de Bécquer. A partir de ese momento, todas las ediciones del libro tienen una doble numeración: la de Bécquer-Schneider y la de los amigos que las editaron.


En El tiempo principia en Xibalbá, de Luis de Lión, la edición italiana permitió descubrir la existencia de dos manuscritos, con significativas variantes entre uno y otro. El libro que se publica actualmente no es el que editó Fernando González Davison en 1984, sino el manuscrito sucesivo. Y no son el mismo libro.


Todo ese trabajo está por hacerse con nuestros principales escritores, sobre todo los modernos o los considerados "menores". Hay un inmenso campo de trabajo para filólogos bien preparados. Al mismo tiempo que análisis e interpretaciones, por cuanto brillantes y profundos, un necesario trabajo para saber que esos análisis se basan en lo que verdaderamente quiso publicar un autor.


Quisiera terminar este esbozo de visión de conjunto de la crítica literaria centroamericana con una consideración que quizá no entra mucho con el tema, pero que de todos modos es influyente a la hora de realizar dicha crítica. ¿Cuál es el criterio con que se escoge una obra para analizar? ¿Cómo llega a manos del crítico un determinado libro de poemas, un libro de cuentos, una novela o una obra de teatro? No creo que ocurra por casualidad.


El razonamiento nos lleva a la cuestión del canon literario: ¿cuáles son los autores que pueblan el Olimpo centroamericano? En trabajos anteriores, en donde he esbozado algunas reflexiones sobre el tema, he podido comprobar que no existe un único canon hegemónico. Existen por lo menos tres.

El primer canon es el establecido por las casas editoriales españolas. Mientras hubo una época en que los grandes centros editoriales para la literatura latinoamericana estaban en México, Buenos Aires o La Habana, las fuertes crisis económicas hicieron desaparecer a grandes casas editoriales (por ejemplo, Sudamericana fue absorbida por Bertelsmann). El campo quedó libre para la agresividad de las editoriales españoles, grandes empresas multinacionales relacionadas con otras a nivel europeo: Planeta, el Grupo Prisa, Alfaguara, Mondadori, Hachette, Bertelsmann. La consecuencia inmediata fue que el éxito editorial de un escritor tiene que pasar, hoy por hoy,



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por Madrid o Barcelona. ¿Tengo que recordar el caso de Sergio Ramírez, Gioconda Belli, Horacio Castellanos Moya y Rodrigo Rey Rosa? Los dos últimos han tenido que ser reseñados favorablemente en España antes que ser reconocidos en sus propios países. Es también el caso de autores no centroamericanos, como Luis Sepúlveda o Roberto Bolaño. Sin el espaldarazo de Anagrama, difícilmente Bolaño sería lo que es hoy.


Sin embargo, no existe solamente el canon peninsular. Existe también el canon académico, esto es, autores favorecidos por la crítica universitaria, marcadamente por la crítica universitaria norteamericana. Beverley sostuvo la superioridad literaria del testimonio, y a este juicio corresponden los innumerables trabajos sobre Rigoberta Menchú y sobre el testimonio en general, en el ámbito de los estudios literarios norteamericanos. Tenemos un claro caso de autor cuyo valor literario no es reconocido por el canon peninsular y en cambio es afirmado por la academia. Si se examinan los programas de los congresos de CILCA o de los congresos promovidos por el grupo de la Historia de la Literatura Centroamericana, se puede tener una idea de cuáles son los autores promovidos por la academia. Me atrevería a decir que la academia favorece lo políticamente correcto y que privilegia la literatura feminista y la literatura indígena, así como a la novela histórica, relegando a un segundo plano a otro tipo de autores.


En tercer lugar, anotaría el canon literario nacional. En cada país existen grupos literarios permanentemente en lucha por la hegemonía del poder literario (el poder de representación y expresión, dentro de una determinada sociedad; el poder de construcción del imaginario de esa sociedad). Tales grupos establecen cánones internos, que no corresponden casi nunca al canon peninsular ni al académico. Podría citar, para Guatemala, el caso de Marco Antonio Flores y seguidores, que ponen en la cúspide de la literatura guatemalteca al mismo Flores y descalifican a casi todos los que no pertenecen a su grupo. Tal grupo tuvo una función hegemónica en el pasado, función de selección y exclusión de muchos escritores de un virtual canon nacional. Su exigencia llegó al punto de excluir a Miguel Ángel Asturias, por motivos políticos, y a Tito Monterroso, por razones más bien personales. Las feroces polémicas de Flores con Arturo Arias y Horacio Castellanos Moya destierran a estos del particular canon de ese grupo, que sigue

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contando con una discreta hegemonía a nivel nacional, sobre todo en el ámbito de la izquierda ex guerrillera. Al mismo tiempo, Flores es casi un desconocido para el canon peninsular y conozco poquísimos trabajos académicos dedicados a su obra.


El estudioso, al escoger una obra para su estudio, debería tomar en consideración que el solo hecho de escoger esta o aquella obra de un autor implica la emisión de un juicio de valor: este autor vale la pena de ser estudiado. Se supone que los motivos son estrictamente literarios aunque a veces se tenga la sospecha que se escoge a un autor porque responde a los intereses académicos, a la tesis por demostrar y no porque reúne determinados requisitos literarios.



Me parece que podemos concluir afirmando que la literatura centroamericana está pasando por un período muy positivo, sea a nivel de creación que a nivel de crítica. Se ha afirmado que la producción literaria de un país o de una región genera su propia crítica. La situación literaria de Centroamérica, en este momento, parecería confirmar tal intuición. Pocas veces en la historia de la cultura centroamericana ha habido una explosión tan vital de obras de creación y de obras de crítica. Permítanme augurarme y augurarles que este no sea más que el comienzo.

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(Para obtener el documento pdf original ver: http://istmo.denison.edu/n23/proyectos/02_liano_dante_form.pdf )


(Entrada recuperada, originalmente publicada el 23 de abril del 2012)






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