domingo, 8 de abril de 2018

La relativa gravedad del bien en «No les guardo rencor, papá» de René Rodríguez Soriano


LEÓN LEIVA GALLARDO  «No les guardo rencor, papá», breve relación a tres voces cuyo tema reitera la inmediatez de la historia, la fugacidad de la verdad, lo dócil y maleable que es el ser humano y, de fondo, como turbia marea, la relativa gravedad del bien ante las artimañas del poder.

René Rodríguez Soriano, oriundo de Constanza, República Dominicana, es escritor y editor. Publicaciones en todos los géneros destacan: Nave sorda (2015), El nombre olvidado (2015), Solo de flauta (2013), Rumor de pez (Premio UCE de Poesía, 2008), Apunte a lápiz (2007), El mal del tiempo (Premio UCE de Novela, 2007), La radio y otros boleros (Premio Nacional de Cuento José Ramón López, 1997), Su nombre, Julia (1991), Todos los juegos el juego (1986) y Raíces con dos comienzos y un final (1977). 

René Rodríguez Soriano, ya muy conocido por su magistral manejo del lenguaje a varias voces, nos sorprende esta vez con No les guardo rencor, papá (Editorial Santuario, 2017), breve relación a tres voces cuyo tema reitera la inmediatez de la historia, la fugacidad de la verdad, lo dócil y maleable que es el ser humano y, de fondo, como turbia marea, la relativa gravedad del bien ante las artimañas del Poder. Mucho se ha escrito sobre la musicalidad y el lirismo en la obra de Rodríguez Soriano. Su obra sin duda ha sido realizada con recursos poéticos de gran valor, mas lo que quizá no se advierta es que detrás de todo haya una sutil transvaloración de la realidad, a menudo mitificada y evocada a la distancia, que de otra forma pasaría desapercibida. A mi ver, en esta breve obra, René Rodríguez Soriano depura su narrativa de lirismo gratuito y afina el poder expresivo de la narrativa. En literatura, si la poesía es metáfora, la narrativa es metonimia.

Esta breve relación del drama familiar sufrido por una familia de provincia durante la expedición de junio del 59 en República Dominicana se distingue por la precisión y la concisión de los recursos del lenguaje, el cual se ajusta magistralmente a tres estilos narrativos: el monólogo interior (o el fluir de la conciencia), entradas de diario y las cartas. Las tres técnicas se prestan para que la elocución misma de cada persona desarrolle el personaje y relate una versión particular de la historia. A estas tres técnicas narrativas se le agregan documentos históricos que complementan y a la vez agregan otro valor, la contraparte, a todo lo que acontece. El resultado es una comprensiva composición literaria, que por su verosimilitud (y autenticidad) nos remite, sin serlo, a la novela testimonial.

Sabemos que estamos leyendo un gran opus breve cuando la verosimilitud del lenguaje, los personajes, el ambiente y la trama se desarrollan y se combinan a tal grado que provoca una experiencia total, una lectura vívida, que estéticamente se aproxima a las dimensiones de la novela. Estas narraciones son gemas literarias para los lectores y no digamos para las editoriales. Para explicármelo a mí mismo, mientras leía la otra noche, acudí a la música: una novela es como una sinfonía y un cuento largo o novela corta es un poema sinfónico. Esta breve obra de ficción de Rodríguez Soriano da mucho más que decir sobre la plasticidad de los géneros narrativos.

El drama familiar sucede en San José del Puerto. Deducimos que el año es 1959, durante la expedición de junio. Este eminente y fatal acontecimiento ocupa e invade las vidas de esta familia. Como se mencionó antes, varios son los estilos narrativos a los que acude Rodríguez Soriano para lograr concisión e inmediatez, y en cada uno de éstos se apodera de la voz del personaje o, mejor dicho, cada personaje se apodera de su voz, para transmitir, constatar, la historia que resulta ser para todos dividida y finalmente delatada. Los personajes principales de este drama son Jorgito, el menor de la casa, Arcadia la más joven de las hermanas y Manuel, el mayor de los hermanos, involucrado en la rebelión.

Todo comienza in media res con el monólogo interior de Jorgito, jovencito personaje cuya percepción y elocución con respecto a su entorno nos remite a dos grandes precedentes literarios como lo son Benjy, también un niño, uno de los personajes clave en El ruido y la furia de Faulkner; pero, quizá más cercano, el personaje homónimo, en este caso un discapacitado, del formidable Macario de Juan Rulfo. En ambos casos tenemos personajes de muy limitada comprensión del entorno. Aclaro, la limitación de Jorgito es solamente de edad, mas su percepción del mundo es crucial, como veremos después. Muy diestro en estas técnicas narrativas, Rodríguez Soriano opta por emplear un lenguaje muy simple, sin puntuación ni mayúsculas, ni siquiera en los nombres propios, con el fin de transcribir el mundo del niño de once años. No obstante las limitaciones del personaje, desde un principio deducimos lo que sucede en la familia y en el país, porque Jorgito logra, en el fluir de la conciencia, pensar en los elementos clave (es aquí donde interviene la metonimia): la escopeta, las conversaciones o discusiones en secreto entre su hermano Manuel y su padre, el avión, leitmotif en todo el relato (que representa tanto la fuerza aérea con la que fue derrotada la insurrección como la fuga final de Manuel) y el caos familiar, producido por lo que nadie parece comprender, excepto Manuel a quien tampoco nadie comprende. Posteriormente en otro capítulo, el fluir de la consciencia de este personaje cobra más formalidad, se vuelve más amplio y representa el transcurso del tiempo.

De un capítulo inicial de cuestionable “credibilidad”, irónicamente, pasamos a un recurso metaliterario que aparentemente nos asegura lo fáctico, o por lo menos así lo tramaron los fiscales del Poder. Ahora lo advierto así, la ingenua figura de Jorgito diciendo su verdad ante la nociva y táctica verdad de los documentos del dictador, contrapuestos como dos mejillas espetadas con nocivas palabras y bofetadas. Historia de la infamia y la infamia de la historia. De pronto una novedad en la narrativa de Rodríguez Soriano, las fichas policiales (con fotos) y las reproducciones de cartas oficiales de la fiscalía de la Dictadura, en las cuales se delatan a varios implicados en la rebelión armada, agregan no sólo valor histórico a esta relación político-familiar sino también valor dramático y de intriga. Los documentos son auténticos y también los son los nombres de los implicados. (Me fue muy emotivo encontrarme con el nombre, en una de las fichas policiales, de una de las grandes voces de la poesía social de República Dominicana, el poeta René Del Risco Bermúdez.) Las reproducciones de documentos históricos, como recurso, son muy efectivas en la composición total del entramado. En ninguno de los documentos aparece el nombre de Manuel, algo que de pronto fue intencional, para hacer participar más al lector (teoría de la recepción). Porque todos nos volvemos Manuel al leer. No hay duda que a muchos lectores dominicanos la inclusión de estas fichas y documentos les será tétrico o impactante. Han de ser muchas las víctimas de Trujillo que aún estén con vida. Estos documentos se intercalan entre varios capítulos, como dicterios del poder que también persiguen a los inocentes.

Arcadia, la hermana menor, representa una perspectiva más madura, pero de ninguna manera cercana a la realidad. Ella misma, a través de entradas de diario, expresa su confusión. Este personaje está mucho más implicado directamente en el grave conflicto social, su hermano Manuel es un revolucionario y su enamorado es un militar. Meritorio el manejo del lenguaje amoroso y convincentemente “femenino” en estos capítulos de entradas de diario. Como mencioné anteriormente, la verosimilitud es esencial en la ficción, y René Rodríguez Soriano logra crear personajes psicológicamente complejos. Con Arcadia comprendemos, por ejemplo, el amor que puede alguien tenerle a un militar que seguramente es instrumento opresivo de la dictadura y, fatídicamente, el mal que le puede causar una muchacha ingenua a su propio hermano revolucionario.

Los capítulos del personaje protagonista están escritos en un lenguaje formal y propio de un universitario comprometido. Rodríguez Soriano emplea el estilo narrativo epistolar (las cartas de Manuel) para darle cabalidad a todo lo que sucede. No empleó diálogos y en ningún momento vemos a Manuel frente a frente con los demás familiares. Este distanciamiento es representativo de la fragmentación familiar. Los hechos se relatan, se escriben, se delatan, se oficializan, pero casi nunca vemos la acción directamente. La distancia más abismal es entre Manuel y su padre. El conflicto no sólo es generacional, sino ideológico. El rompimiento es paulatino. Me imagino lo mucho que revisó René estas cartas, para que no cayeran en el panfleto y a la vez expresaran acertadamente el discurso revolucionario de un joven entregado a la causa justa de liberar su país. Las cartas son efusivas y de pronto expresan los forcejeos emocionales que vive un intelectual ante la incomprensión, y hasta la deslealtad, de sus seres queridos. Por mucho que he leído sobre casos de rompimientos familiares, nunca acaba de impactarme el hecho que padres y madres se vean forzados a negar a sus hijos, ya sea voluntaria o involuntariamente. En la última carta de Manuel se lo menciona a su padre: “…supongo que te habrán pedido que hagas confesión de fe con lo establecido y que le niegues la paternidad a tu mal hijo ¿verdad, viejo?”.

Sólo al llegar al final y al leer la última carta de Manuel nos damos cuenta de lo instrumental que llegan a ser las versiones de la realidad tanto de Jorgito como de Arcadia, ambos manipulados por una monja, para lograr obtener la información que condenaría al protagonista de esta tragedia familiar.

Manuel, el joven universitario, termina torturado por los militares después de haber sido delatado por su propia hermana Arcadia, quien ingenuamente le confiere información a la monja. Manuel logra salir del país y entre sus últimas palabras escribe: “Pobres y engañados Arcadia y Jorgito. Ellos pusieron la carne de cañón; dieron la fragmentada, confusa y torpe información […] no les guardo rencor.” Así reza la última carta de Manuel a su padre, a quien culpa de los actos de Arcadia y Jorgito. No queda muy claro, pero entre la información en el diario de Arcadia, que su padre apropió, y la información que les sacaron, fueron suficientes para condenar a Manuel.

En términos narrativos, no es preciso llegar a detalles menores, esa es la premisa de la teoría de la recepción. Nosotros los lectores complementamos las omisiones intencionales. Nosotros terminamos la relación, la crónica, de esta desventurada familia. Es preciso mencionar que por muy manipulada que haya sido la información que prestaron Arcadia, Jorgito y el padre de Manuel, lo trágico en este drama es que ellos no dijeron ninguna mentira, simplemente revelaron la verdad a alguien que estaba de parte de la dictadura. Manuel estaba involucrado en la insurrección, era un revolucionario. Más amargo aún que la intervención voluntaria del padre de Manuel contra su propio hijo, sea el grave ejercicio del bien según la visión de mundo de un hombre alienado y enajenado por las artimañas del poder.

No les guardo rencor, papá, esta breve constatación de hechos históricos, revela el malestar de la conciencia del hombre y la mujer que por siglos ha vivido delatando su propia condena.

(Artículo originalmente publicado en la revista MediaIsla en octubre del 2017.)

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LEÓN LEIVA GALLARDO (Amapala, Honduras, 1962) Poeta y narrador. Autor de las novelas Guadalajara de noche (2006), La casa del cementerio (2008); de los poemarios Tríptico: tres lustros de poesía (2015) y Breviario (2015); y El pordiosero y el dios (2017), narrativa breve.

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