sábado, 27 de agosto de 2011

La Cittá Morta de Gabriele D’Annunzio: bella y mórbida, misma como la tragedia humana





Uno de los primeros diálogos al inicio de la obra de inmediato nos asalta con un lenguaje que nos remonta al pasado mítico, como toda poesía, y con las connotaciones, las insinuaciones de un devenir trágico. Los personajes no sufren el sino de la tragedia clásica, sino el fatalismo propio, ocasionado por esa otra fuerza implacable, que es la voluntad. Esta obra convoca los difuntos de un tiempo perdido, para exorcizar los vivos en el presente: omnívoro, pagano, cristiano a medias, nihilista, nihil. El decadentismo, el pesimismo de Gabriele D’Annuzio a finales del siglo XIX se hace muy revelador y profético en La ciudad muerta, una obra que sería muy fácil de representar y que sin embargo, creo, nunca se ha representado en Honduras.
A continuación hemos preparado una breve muestra del poder evocativo de la poesía dramática del D’Annunzio.


Acto I


Una sala amplia y clara con una galería abierta que domina la antigua ciudad de los Pelópidas. Sobre el fondo, se divisa la Acrópolis con sus venerables muros ciclópeos. A la galería se accede por cinco escalones de piedra. Dos columnas dóricas sostienen el arquitrabe. A la derecha, una puerta conduce a las habitaciones interiores. A la izquierda, una puerta conduce a las escaleras de salida al exterior. Una gran mesa está cubierta de libros, estatuillas, jarrones, etc. A lo largo de las paredes y en los rincones se ven fragmentos de estatuas y bajorrelieves, vestigios de un arte antiguo. El conjunto presta a la sala un aspecto sepulcral en la luz matutina.




(Ana, sentada en uno de los escalones que conducen a la galería, con la cabeza apoyada en una de las columnas, escucha la lectura de Blanca María, quien, de pie y apoyada en la otra columna, lee un fragmento de la Antígona de Sófocles, con voz lenta y grave, en la cual tiembla una angustia indefinible. La Nodriza está sentada a los pies de Ana en la actitud inerte de una esclava sumisa).


Blanca María.— (Leyendo). "¡Oh tumba, oh tálamo nupcial! ¡Oh subterránea mansión, que me tendrás encerrada para siempre! Allí voy hacia los míos a quien Proserpina ha recibido entre los muertos. Yo, desdichada, la última de ellos, desciendo antes de alcanzar el término fijado de mi vida. Pero, abrigo la esperanza que he de llegar muy grata a mi padre y muy querida de ti, ¡oh, madre! y también de ti, hermano mío, porque al morir vosotros, yo con mis propias manos os lavé y adorné y sobre vuestra tumba ofrecí libaciones. Y ahora, ¡oh, Polinices! por haber sepultado tu cadáver, tal premio alcanzo..."


(Cierra el libro).


Ana.— ¿Has cerrado el libro?


Blanca María.— Sí, lo he cerrado.



(Pausa).


Ana.— ¿Hay mucha luz en la sala?


Blanca María.— Sí, mucha luz.


Ana.— ¿Da el sol en la galería?


Blanca María.— Ya desciende por la columna. Está casi rozando tu nuca.


Ana.— (Levanta una mano para tocar la columna). Es verdad, la piedra está tibia... ¿Estás al sol, Blanca María? Antes, cuando mis ojos muertos estaban cara al sol, con los párpados abiertos, veía algo así como un vapor rojizo, apenas perceptible y, de vez en cuan do, un chispear parecido al que produce el pedernal... Un chispear doloroso... Ahora, nada. La más completa oscuridad.


Blanca María.— Pero tus ojos son siempre bellos y puros, Ana. Y, por la mañana están frescos, como si para ellos el sueño fuera el rocío...


Ana.— (Se cubre el rostro con las manos, apoyando los codos sobre las rodillas). ¡Al despertar, qué horror! Casi todas las noches sueño que por un milagro, mis pupilas han recobrado la vista y luego, al despertar, siempre tinieblas, oscuridad... ¡Si yo te contara, Blanca María, la peor de mis tristezas! Recuerdo casi todas las cosas que veía en mis tiempos de luz. Recuerdo su forma, sus colores, los detalles más nimios. Apenas mis manos las rozan, sus imágenes surgen en la oscuridad, pero de mi persona no guardo más que un recuerdo confuso, como el de una muerta... Una gran sombra envuelve mi imagen. El tiempo la ha empañado, como se empaña en nuestro recuerdo las imágenes de los seres desaparecidos... Sí, mi rostro se ha esfumado... De nada sirve esforzarme. Sé que la imagen que, al fin, consigo evocar, no es la mía... ¡Qué tristeza! Dilo tú, Nodriza. ¿Cuántas veces te he rogado que me condujeras ante el espejo y me quedaba con el rostro pegado al cristal en una espera insensata? ¡Cuántas veces oprimo mi rostro con las palmas de las manos, así, como ahora, para sacar la impronta de mis rasgos en la piel de mis manos! Hay veces en que me parece haber conseguido grabar en ella la mascarilla de mi rostro, como la que se vacía en yeso sobre los cadáveres... (lentamente aparta las manos de su rostro y tiende las palmas cóncavas). ¿Comprendéis la magnitud de mi tristeza?


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(Este fragmento fue tomado de: http://www.librostauro.com.ar/)



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