martes, 19 de abril de 2011

Ramón Oquelí: Breve recuento de la poesía hondureña

Palabras tiernas y verdaderas

Durante el siglo pasado, la poesía en Honduras existió en forma de maltrato a la misma. Predominó la versificación ramplona, aduladora o demostradora de las figuras políticas de turno, el meloso canto a la patria o la trillada endecha amorosa. En 1875 nace en la Villa de Concepción, población unida a Tegucigalpa (pero con aire distinto), Juan Ramón Molina. Después, la Villa sería conocida exclusivamente como Comayagüela, Tegucigalpa como “la capital” y Molina, despreciado generalmente en vida, se convirtió en héroe artístico.
Por la persistencia de un grupo de fieles admiradores, está próxima la inauguración de un bello monumento a su memoria, obra de Mario Zamora Alcántara, de origen danlideño. Dicho homenaje es más que merecido, porque Juan Ramón ha sido después de la Virgen de Suyapa y Morazán, piedra angular de la veneración de sus paisanos, uno de los escasos soportes de su identidad. Pero posiblemente en el futuro, Molina será recordado más como riguroso prosista, como periodista de exquisita gracia y fuerte garra. Su poesía, con escasas excepciones, “Vino Tinto” por ejemplo, adolece de excesiva grandilocuencia.

En la segunda década del siglo actual (Molina murió en 1908), surge la poesía con sensibilidad moderna. Inspirándose en Comayagua o en Antigua Guatemala, Ramón Ortega escribe “El amor errante”, que representa el “despunte” de la poesía actual. Contribuyen a ella, Alfonso Guillén Zelaya, Clementina Suárez, Martín Paz, Rafael Paz Paredes, Constantino Suasnávar, Medardo Mejía, Óscar Castañeda Batres, quienes pudieron haber dejado una excelente y extensa obra poética, pero sus vidas se derramaron en otros menesteres; la docencia, la divulgación artística, la bohemia, el periodismo, la política, las leyes. Es hasta 1951 que se produce otro gran hito: La publicación de Color naval de Jaime Fontana, el primer gran poemario con cierta unidad temática y de estilo. Coincide su aparición con la modernización del país, descrita con gran perspicacia en el propio inicio por Arturo Mejía Nieto en Cartas asuncenas.

Según Eliseo Pérez Cadalso, Rafael Heliodoro Valle fue quien dio el espaldarazo decisivo para que Fontana, quien tardó en mostrar la joya que tímida y secretamente preparaba, fuera reconocida como vate de altos quilates (lamentablemente fue el autor de un solo libro). A su vez, el poeta marcalino dio a conocer a Jorge Federico Travieso (nacido en San Francisco, Atlántida) y éste alentó los primeros pasos de Óscar Acosta. Por lo visto, aquí donde tanto se improvisa, en la rama poética por lo menos, se perfila cierto hilo de continuidad. Ángela Valle, Pompeyo del Valle, Antonio José Rivas, Nelson Merren, José Adán Castelar, aportarán piezas fundamentales para el afianzamiento de un quehacer poético serio, muy respetable. En 1968 y 1971, el yoreño Roberto Sosa logra en ambos lados del Atlántico el reconocimiento para lo que Ramón Ortega había iniciado.

Ortega, que murió enajenado, un año antes que el pintor Pablo Zelaya Sierra, y a quien se recuerda principalmente por ese grave atentado contra el buen gusto llamado “Verdades amargas”, que seguramente él no escribió, logró en catorce versos una penetrante evocación de su mundo íntimo y del exterior. Organismo, arquitectura, lo blanco y la oscuridad, el paseo nocturno, las flores, el arte textil y los cristales, el movimiento, el silencio, la muerte, la soledad, la conversación, el murmullo, la nostalgia colonial, el rendimiento caballeroso, la ofrenda amorosa, religión, tristeza, hosquedad, angustia y lo apenas entrevisto. Un prodigio de poema que merece ser recreado desde la pintura, la música, o el cine si fuera posible.
Después de esta espléndida iniciación y de la fundación posterior de nuestra mejor poesía, han aparecido nuevos valores que reafirman e invocan la incipiente tradición. Aunque tampoco se detiene la espantosa avalancha de la versificación a troche y moche, que ya mereció la saludable y demoledora crítica de Daniel Laínez en su imponderable Manicomio. Ya se va volviendo indispensable delimitar quiénes “son”, quiénes “podrían llegar” y los que difícil lo logren, por carecer de uno de los tres requisitos indispensables para que surja el milagro de un poema: Talento poético, técnica y voz personal. Para “poner acto al disparate antes que se propase demasiado”, como decía Charles Snow, se hace necesario aplicar el viejo adagio: “Zapatero a tus zapatos”, que puede ampliarse: “Cirujano a tu bisturí”, “abogado a tus pleitos”, a no ser, como también ocurre excepcionalmente, que alguien inscrito en un colegio profesional, sea admitido a la vez dentro de las grandes ligas poéticas.
Tampoco puede prescindirse de dos figuras no coincidentes con la tendencia apuntada: José Antonio Domínguez y Jacobo Cárcamo (el olanchano fue el segundo vate suicida, el primero Manuel Molina Vijil, de gran sensibilidad pero faltó el aliento original, y el tercero y ojalá último, el delicado y fuerte poeta Jorge Federico). El primero enloqueció después de escribir “Himno a la materia”, de gran precisión verbal y hondo contenido filosófico. El de Arenal, Yoro, es insuperable en el arte de engarzar metáforas a manera de un prodigioso juego de artificios pirotécnicos. Ello constituye su inmenso atractivo y su limitación. Nos dejó también, como excepción dentro e su línea predominante, el bellísimo boceto autobiográfico “Carbón”. Dicho sea de paso, fue un militar (el coronel Federico Poujol), quien mejor supo “decir” con sobria y sugerente entonación versos de Jacobo Cárcamo y Medardo Mejía.

En la tertulia celebrada en “Paradiso” el 20 de mayo del presente año, y promovida por el Instituto de Ciencias del Hombre “Rafael Heliodoro Valle”, se conmemoraron los sesenta años del nacimiento de Oscar Acosta. Fue un emotivo homenaje a quien tanto ha contribuido a la creación y a la divulgación no sólo de poesía, sino también de otras disciplinas, empeñado cordialmente en procurar que esta nuestra Honduras llegue a ser algún día, utilizando la tremenda y verídica frase de Jorge Federico: Magnífica a menos terrible; o más dulce que amarga, como diría Rafael Heliodoro Valle. De estos seis decenios, Oscar pasó seis años en Perú y cerca de veinte en Europa, pero siempre en permanente contacto con la tierra irrenunciable.
Tuvo el privilegio de posar ante la cámara fotográfica junto a Rafael Heliodoro, de quien se convertiría en el, hasta ahora, único biógrafo. El maestro, incursionador en múltiples campos, lo auspició como “poeta en gracia de adolescencia” (tenía diez y nueve años). Con un título escamoteador (Poesía menor), publica en 1957, el segundo gran poemario de nuestro itinerario poético, seis años después de Color naval y once antes de Los pobres de Roberto Sosa. Con su dedicación y perspicacia habituales, Helen Umaña señala tres novedades que aparecían en el breve volumen; gran sobriedad, adjetivación de sabor nuevo y cercanía a lo conversacional. También Hernán Antonio Bermúdez lo califica como Libro de “rara madurez”.
Dos años después, Formas del amor, y en la década siguiente Tiempo detenido (1961) Poemas para una muchacha (1963). En 1971, con Mi País, demuestra que su temple amoroso hacia gentes, cosas, plantas, animales (tuvo un gato llamado “Geranio”) no estaba reñido con la indignación y la protesta. Al mismo tiempo que poetizaba Oscar se dedicó a la labor periodística, y desde ella promovió o puso un dique a los atraídos por la tentación de versificar, o de cincelar o machacar la prosa. Fue una especie de “Zar de las letras hondureñas” como pregonaba un amigo común, lamentable y prematuramente fallecido, Mario Guillermo Durón, nieto de Rómulo, el primer antólogo de la pésima poesía que se escribía en el siglo pasado y de su buena prosa. En los estertores del siglo actual, se podrían publicar rigurosas antalogías con destacadas muestras en ambos campos.

Siendo Oscar subdirector de El Día, entresacaba para su columna “Letras en la arena” de los cables transmitidos vía teletipo, los últimos acontecimientos culturales. Otra de sus facetas ha sido la de director de revistas y antólogo. Honduras Literaria, Universidad de Honduras, Revista de la Universidad, Extra y antes Presente, junto a Roberto Sosa, con quien también prepararían antologías de la poesía y el cuento hondureño, y con Pompeyo del Valle, Exaltación de Honduras. Además, Poesía hondureña de hoy, Alabanza de Honduras, Elogio de Tegucigalpa, Los Premios. Como persona, está completamente alejado de esa conducta característica de cierto tipo de artistas, a quienes José Agustín Goytisolo llama: “Estos locos furiosos increíbles”. Nuestro autor es más bien adicto a la exquisita cordialidad (no olvida nunca la fecha de nacimiento de los amigos y transmite sus saludos vía carta, visita o teléfono), y en un país donde proliferan en toda su amplitud y con total impunidad la insolencia, practica con elegancia el buen humor y la atención respetuosa a los demás, sin prescindir de la saludable crítica.
A su regreso de España, ha sido una gran sorpresa para varios jóvenes escritores que tenían de él una imagen deformada por su lejana fama, encontrarse no con un monstruo sagrado, sino con una persona sencilla y laboriosa, autor de muchas “palabras tiernas y verdaderas”, que confiesa paladinamente “el miedo/que producen los candelabros feos/ y los malos vecinos” y la búsqueda de “un valle de ternura”.

Es conocido cantor del ámbito familiar: Madre, padre, esposa e hijos. “Tengo siempre presente su tiernísimo rostro”; “es más tibio su corazón cuando me habla”; “yo quiero verlo aquí/lleno de sangre/y carne, /resucitado, /diciendo su palabra”, “no quiero que mi padre descanse/ en sorda tierra”, donde el “descanse en paz” obliga a los muertos a que “se refugien en su lápida”.

La esposa es “pan integral/para mi cuerpo”; “vivir diariamente a tu lado/ es vivir en un reino/ y tener vida perdurable”, “somos nosotros juntos en un niño”, infante que goza en “su mundo de leche”, su “corto paraíso” pero también “gusta estar en vilo/ como si ya supiera/ de las delicias del peligro”. Mientras la niña es “dulce, tierna tibia como un lucero”. La compañera amorosa es, “el mejor exponente de la dicha”, “tú nombre es una lámpara, “todo el rocío del mundo”, “todo me lo traes, niña mía”, y regrese a buscarte,/amada entre la niebla”, “junto a tus ojos grandes/ ahora escribo”, “Insistente es el mar para tocar tu cuerpo”, “con mis dedos recorro tu sonrisa”, “la vida no sería el milagro que es ahora/ que tú existes”, “No es posible olvidar lo que siempre fue tuyo/ y vuelve al corazón y lo acompaña”, “Entre tú y el sol alto que alumbra/ hay un pacto secreto”, “De tus labios surge un idioma/ dulcísimo, un lenguaje secreto”, “Eres de la ciudad pero en el fondo/ de tu corazón hay un canario/ un venado salvaje, un lobezno”.

“La cabellera de la mujer puede ser rosa/ extenuada o un río de agua astuta”, y es digno de cantar también “el amor acumulado”, “el cuerpo tibio de los enamorados”, el de los amantes “tendidos en el lecho” las “formas curvadas en redondo océano”, y la peculiar existencia de varios seres, la especialidad de ciertos hechos y situaciones. “El geranio introdujo en el aire/ su lanza vencedora”, pero otras veces “en las azoteas/ se entristece sin llanto”, o “se queda derrotado/ en la esquina de la primavera,/ ahogándose en su aroma”. El aire impuro de la ciudad es dragón “que engulle sueños todas las mañanas”; “en voz baja se reía el silencio”; “como quien llega en tren a la estación última de la vida”, “el milagro del fuego”, “calienta la sangre como el vino”; “en tus venas pretender viajar el licor”; “una flor de bronce tímido”, “los ojos de la bella mujer son cuchillos de odio”; “una golondrina/ que se quebró la pata/ aferrada al verano”; “El uniforme brillo de la lluvia alta”; “La acostumbrada misión de la ceniza”; “las murallas oyen en la noche, se dilatan, acosan”; el teléfono es “una rumorosa flor”.
En los baúles, además de “florecitas muertas” que perfuman su fondo/ antiquísimo”, se pueden encontrar “las cartas de un general Redondo/ que nunca aprendió buenos modales”, y “también encierra fantasmas enemigos”. Las manos del mundo “se mueven en el aire/ formando rostros de humo” y “simplemente me mira/ con sus bellísimos ojos/ de muñeco vacío”. Los recuerdos “son niños que insisten en rodearnos”, “el recuerdo es a veces tenaz”, trata de “volver lo desaparecido a la luz tibia”. “El olvido es un túnel que se abre lento”. Los perros “miran desde su lengua el silencio del amor”. El caballo “golpea el corazón terrestre”, “aquí está la violencia en cuatro patas. Aquí está el huracán debilitado”; “el galope encendido de mis sueños”; “pájaros volando sobre un mar apagado”, “amurallado, vertical, el árbol está solo”. Los pinos son “columnas / que nos llaman a la ternura y al sueño”.

Los parques “son un paraíso”; “los peces del estanque viajan muchas millas/ sin encontrar el mar que advierten en el aire”, “a estas estatuas viene las palomas y rayos/ a eternizar la fría dignidad de la piedra”; “la vida salta como un alto ciervo”; la naranja “temblorosa muestra su secreto”. El canto a la patria incluye tanto la extrema devoción como el airado lamento: “Mi patria es altísima… Su forma irregular la hace más bella… su nombre recordármela…/ Lo he oído sonar en los caracoles incesantes”. Pero la patria es también “tristísimo patio de rencores”, un zoológico en el que “los papagayos llegan a dignatarios del Estado/ y el “cauteloso jaguar” es juez. Se convierte en amo “el más astuto de los antropoides”. “Hoy los enanos gobiernan”, “se juegan,/ a puros golpes de audacia,/ la desgarrada túnica de mi país/ con dados marcados”, la “gritería es insoportable/ en este parque de fieras/ cercado con alambre de púas”. Es tierra de “hombres fatigados”, de “sujetos violentos”; “los niños asustados/ miran las brillantes carabinas” y “crecen miedosos bajo la sombra de los plátanos”; y después son “obedientes/ y tímidos/ vasallos”. Los “ojos severos” de las muchachas “no dicen lo que sus labios” y “su alegría incompleta/ nunca aparece en las fotografías”.
“Más de un siglo tienen las campanas de hablar en este país de sordos”, “los héroes de bronce siguen callados”. Aunque hay figuras bondadosas (el “sonriente abuelo del archivo”) y no queda cerrada la esperanza hacia el futuro. “La mujer de semblante inescrutable/ sigue viendo la puerta”, “cuando hablo de mi país/ pienso en la anciana/ en su sobada silla de ruedas/ esperando a alguien que no llega”. Mientras “los periódicos hablan de derechos humanos y el carcelero/ se aburre más que un pájaro”. “En el amanecer de la ciudad/ un frío anónimo borra los mendigos/ y los hunde en un barril de polvo”. “Quién me trajo a este país/ ¿Qué hago aquí, Dios mío?”. Frente al “diario naufragio”, siempre queda “La poesía, madre dulcísima… el origen de todas las cosas”.


Ramón Oquelí *

Tegucigalpa, 29 de septiembre de 1993
Palabra en el tiempo, Año 1, No. 18,
Diario Tiempo, San Pedro Sula


Ramón Oquelí Escritor antólogo e historiador hondureño, nació en Comayagüela en 1934. Realizó estudios en Derecho en España. Se desempeñó como docente universitario desde 1962 hasta el 2004. Fue reconocido como uno de los investigadores más importantes de nuestro país, además de ser un gran lector de poesía. Su obra trascendió las fronteras patrias y entre sus publicaciones destacan; La fama de un héroe (1984). Antología mínima de Ortega y Gasset (1984). Los hondureños y las Ideas (1985), Honduras, estampa de la Espera (1997) entre otros. Fue uno de los analistas de mayor prestancia de la vida nacional durante las últimas tres décadas del siglo XX, y en los primeros cuatro años del milenio en curso. A su muerte en el año 2004, dejó numerosas publicaciones, e inconclusa una antología de poesía mundial, en orden alfabético.



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