Después de diez
años de infructuosa independencia en Centro América, Francisco Morazán Quesada
junto a un grupo de hombres que se hacían llamar revolucionarios Jacobinos,
seguidores de la línea más dura y radical de la revolución francesa, asaltan
las líneas del liberalismo y se toman el poder, desplazando al reciente poder
criollo asociado a la Iglesia Católica, que abogaba por una visión del mundo
dentro de parámetros simbólicos mágico-religioso, judeocristiano, impuesto a
fuerza de cruz, espada y garrote desde tiempos de la conquista española en
estos pueblos. Con la llegada de Morazán al poder el 16 de septiembre de
1830, se instaura un gobierno dispuesto a desmontar el sistema colonial
imperante aun después de la “independencia”.
Ésta no había sido más que el artificio político económico,
de un traspaso de poder de padres a hijos. Los españoles nacidos en estas
tierras se disponen ahora a ejercer el poder político económico y social, sin
la molesta injerencia de la Corana española que con sus leyes tributarias y
modo de administración feudal menoscababa el crecimiento de una clase criolla
habida de ejercer el poder absoluto sin tener que rendirle cuentas a nadie. Así
es como aparecen en el escenario post independentista de Centroamérica, personajes
que abrazan la ideología liberal, proyecto político burgués europeo, nacido
después de la revolución francesa para detener el acceso al poder a un pueblo
que amenazaba con su emancipación absoluta de la esclavitud. Pueblo que de
muchas formas había sido sometido por siglos en el viejo mundo por la clase
aristocrática defensora a ultranza del sistema de gobierno monárquico que
imperé por siglos en Occidente.
La sociedad feudal con aires de aristocracia en
Centroamérica es avasallada por los miembros de la familia Aycinenas de
Guatemala, quienes ya para 1820, ocupaban 71 puestos públicos, incluyendo
posiciones eclesiásticas, y entre todos ellos recibían anualmente la no
despreciable suma de dos millones de pesos. La injerencia de esta familia en los
asuntos políticos, económicos y religiosos de la región no fueron interrumpidos
con la “independencia de 1821”; al contrario, afianzaron sus posiciones dentro
de los nuevos Estados, apoyando el caudillismo y encabezando ellos, a través de
Mariano de Aycinena, los destinos del gobierno de Guatemala.
Al llegar Morazán con los jacobinos al poder, quienes tenían
como fin la construcción de un estado de derecho laico, la familia Aycinena
perdió su poder y su fortuna, fue derrotada, y la mayor parte de sus líderes
fueron exiliados. Pero no sin antes hacer la lucha a toda costa, ya que
anteriormente a que ganara las elecciones para presidente de Centroamérica en
1830, Morazán había derrotado en cruentas batallas a los Aycinenas y sus
socios, la pequeña oligarquía parasitaria naciente.
Es así que después de más de dos años de intensa lucha, en
1829 Morazán se toma Guatemala con sus soldados a los que llamó Ejercito Aliado
Protector de la Ley. Esta acción tenía como objetivo restituir el orden
constitucional, violado por el entonces presidente de Centroamérica el
sacerdote liberal, el salvadoreño Manuel José Arce, aliado para ese entonces a
los Aycinena. Es en este escenario en que parece la hermana de Mariano de
Aycinena, la monja María Teresa de Jesús de la Santísima Trinidad, del convento
de Santa Teresa, quien desde 1816 venía diciendo que recibía cartas de ángeles,
y que cada viernes el señor Jesucristo se le aparecía en el convento,
manifestándole su descontento y desagrado con aquéllos que se atrevían a desafiar
la autoridades de la Corona española.
Ahora, las cartas y visitas de Jesús el Nazareno, señaladas
por Santa Teresa, tenían como fin específico: afirmar que Morazán era el mismo
anticristo, prometiendo herencia divina en la gloria eterna a todo aquel que
ayudara a su hermano en la “guerra santa” contra Morazán. Advirtiendo que
aquellos que no lo hicieran se prepararan para las “profundidades del
infierno”. Estas elucubraciones fueron aceptadas como verdades por las
autoridades eclesiásticas en Centroamérica, llegando al ridículo extremo de
pedir formalmente su beatificación a la Santa Sede.
Lo anterior solo reflejaba la estrategia del patriarca Mariano de Aycinena, uno de los miembros del clan Aycinena, cuyo miembro fundador fue el marqués Juan Fermín de Aycinena e Irigoyen, único individuo en Centroamérica quien logró comprar un título nobiliario a la Corona). Aycinena planteaba en la carta que le envía
el 9 de diciembre de 1827 a su hijo Antonio (comandante del ejército que
enfrenta al ejército de Morazán) y, entre otras cosas, le dice: “Si perdemos
con las armas, desplegaremos aquí la del fanatismo para exaltar a este pueblo
devoto y levantar de nuevo un famoso ejército. Diremos en nuestras proclamas
que los enemigos no respetan la honestidad de las doncellas, los lazos
conyugales, ni la inocente infancia, que todo lo asolan y destruyen; que todo
lo violan y pisan, hasta lo más sagrado. Que su elemento es el robo, las
depredaciones, sus deseos, hartarse de sangre guatemalteca; que los religiosos
van a perecer en sus manos, las monjas, los santos y los templos, que todo será
perdido si los pueblos no salen en defensa de su religión y de su patria y
otras mil cosas semejantes”. Más adelante sigue diciendo: “[…] pero tampoco
cesaré yo de perseguirlos, y sobre, que nuestros frailecitos con sus
exhortaciones, nuestras monjitas con sus rogativas y nuestro ilustrísimo con su
incomparable destreza en esta clase de negocios, serán los instrumentos que dirijan
al pueblo en nuestra campaña.”
Al llegar las correspondencias de la monja María Teresa (las
que se hacían circular por toda Guatemala) a manos de Morazán, y al verlas
plagadas de errores ortográficos, exclamó: “por lo visto ni Santa Teresa ni el
mismísimo creador saben las más elementales reglas de la ortografía”; dando
instrucciones la noche del 10 de julio de 1829 a Nicolás Raúl, militar francés
al que Morazán confiaba misiones complicadas, para que previa investigación
capture y expatrie a los sacerdotes que estaban conspirando contra el nuevo
gobierno federal. Y es así que fueron a parar a Cuba junto a su máxima
autoridad, el “ilustradísimo” Arzobispo Fray Casaus y Torres y 289 misioneros
más, de las ordenes Recoleta, Dominica y Franciscana.
Es hasta 1837 que la Iglesia católica empieza a recuperar el
espacio perdido en el engranaje político, económico y social en Centroamérica,
al aparecer en el escenario político, desde las montañas de Mataquescuintla, de
la mano de los padres Francisco Aqueche y Francisco Lobo, el mestizo iletrado
Rafael Carrera, quien era nieto del Marqués Mariano de Aycinena. Nacido Rafael
de una relación de estupro de Antonio de Aycinena con su empleada doméstica, la
indígena Manuela Carrillo, quien dio en adopción al niño a Juana Rosa Turcios,
cuyo marido era de apellido Carrera. Esta pareja vivía en Mataquescuintla,
lugar donde ejercían el sacerdocio Francisco Aqueche y Francisco Lobo,
“padrecitos” que introdujeron al niño Rafael Carrera en los oscuros misterios
religiosos, para después hacerle creer que él era la reencarnación del arcángel
Gabriel y el ungido para hacer frente al anticristo Morazán.
Así, con apenas 23 años, sin saber leer ni escribir, bajo la
tutela y protección de Aqueche y Lobo, siguiendo la línea estratégica política
y militar del Marqués Mariano de Aycinena. Usar para sus fines la superstición
religiosa, perfila a Rafael Carrera, quien poco a poco fue reuniendo un
ejército indígena con el propósito de derrocar al Gobierno Federal de Francisco
Morazán. El relativo éxito de carrera en sus incursiones militares se debió a
su estrategia de ataque que Morazán ya había empleado en su cruzada militar
entre 1827 al 1829: hoy conocida como guerra de guerrillas. De esa forma
Carrera se lanzó en contra del Gobierno Federal, asesinando sus simpatizantes y
autoridades de la forma más cruel posible.
Reconocidas se hicieron las hordas de Carrera, por saquear
ciudades completas por donde pasaban. Así que, al oír de lejos los bramidos de
un cacho de vaca que Carrera usaba para ordenar su ejército, los citadinos
corrían horrorizados a esconderse en sus casas mientras gritaban “¡allí vienen
los cachos, allí vienen los cachos!”.
Viendo los liberales la inconveniencia para los intereses de
su clase (pequeña oligarquía naciente), se disponen a traicionar a Morazán, con
quien tenían una supuesta alianza en contra del bizarro e incipiente liderazgo
del joven Carrera. Reaparece entonces en la escena política de Centroamérica de
nuevo la familia Aycinena, ahora liderada por el padre Juan José de Aycinena,
quien después de ocho años de exilio en Estados Unidos de América, regresa para
dirigir desde la oscuridad de pulpito religioso una ofensiva sin precedentes
contra el gobierno federal. Como buen “político” se asocia en esta aventura con
el encargado de negocios del gobierno inglés en esta región, Federick
Chatfield, y juntos conspiran para derrocar a Morazán, a quien por fin lograran
vencer gracias al ejercito de Carrera y a la traición de los liberales quienes
habían prometido apoyo militar a este para hacer frente al asedio que Carrera
había sometido a la ciudad de Guatemala durante mucho tiempo; extorsionando a
sus autoridades y saqueando la misma. Es así que Morazán pierde la batalla de
1839 en esa ciudad, y luego es obligado a salir al exilio.
Con la posterior muerte de Morazán en 1842 desaparece el
proyecto de desmontaje de la superestructura colonial del estado, y el
liberalismo criollo se une a las hordas fanático religiosas de Carrera; y junto
a la pequeña oligarquía parasitaria naciente, crean en los diferentes países de
Centroamérica gobiernos dictatoriales de corte feudal y religioso, dedicándose
durante 30 años a incubar una forma de pensar aferrada al pasado de la colonia
española.
Con la alianza de las hordas religiosas de Rafael Carrera y
los liberales asociados a la pequeña oligarquía centroamericana, se
institucionaliza en esta región el conservadurismo, doctrina política de
derecha, enemiga de cambios políticos y sociales, que defiende a ultranza
dogmas religiosos, asociados al patriotismo o nacionalismo. En Centroamérica se
le ha conocido por sus características singulares como cachurequismo. Demás
está decir, de dónde sale tan sugestivo epíteto. Se puede determinar a éste
como una ideología política definida. Podemos afirmar que es una manera de
percibir, sentir y vivir la vida, desde la perspectiva mágica religiosa del
cristianismo, instaurada como única y absoluta verdad del ser humano como
parámetros simbólicos de existencia.
Con la dictadura de Rafael Carrera la familia Aycinena logra
de nuevo dominar la vida política, social y económica de Centroamérica. Además de ejercer los principales puestos de dirección de la Iglesia católica, para
1842 un sinnúmero de puestos gubernamentales y no gubernamentales habían pasado
a sus manos: 10 de los 30 diputados eran miembros del clan; dos
de ellos servían de vice presidentes, y 7 de los 13 funcionarios de la corporación municipal, también eran Aycinenas. Y así, por más 30 años
gobernaron olímpicamente en Guatemala ejerciendo su poder e influencias en los
demás gobiernos de la región.
Después de esta época surgieron movimientos con aires de
liberalismo, los cuales no pudieron desmontar el sistema heredado de la
colonia. Podemos decir que estos intentos liberales estuvieron contaminados del
ya instaurado cachurequismo centroamericano, pues; clásico de estos movimientos
“emancipadores” ha sido el caudillismo a ultranza, al puro estilo carrerista. Y
qué decir del papel que la Iglesia ha desempeñado como columna vertebral en
estos movimientos sociales, interviniendo en todos los aspectos de la vida,
proponiendo como única alternativa la cosmovisión del mundo judeocristiano,
contraviniendo la propuesta modernista de un estado de derecho laico, hecha por
los jacobinos centroamericanos liderados por Morazán.
El cachurequismo se caracteriza por la negación de la
memoria histórica, por una falta de identidad y sobre todo por una
domesticación de las personas, programadas para obedecer y respetar a quienes
los oprimen y explotan, sin poder verse a sí mismos como siervos, mozos,
esclavos, vasallos o lacayos. Es, en otras palabras, la instrumentalización de
las personas a través de la Iglesia. Y si bien, abrazando principios de
carácter liberal los cachurecos sustituyeron las dictaduras del “más allá” por
las del “más acá”. No podemos de ningún modo decir que el cachurequismo haya
comulgado con las ideas de libertad planteadas al calor de la revolución
francesa; al contrario, han sido ellos acérrimos enemigos de las libertades
individuales y conquistas humanas por lograr mejores estadios de vida,
planteados por los filósofos del iluminismo como Locke, Montesquieu, Rousseau,
Hobbes y Voltaire.
Pero hablar de conceptos filosóficos en este caso, sería
elevar el pensamiento cachurequil a unos niveles de humanización que no merece.
Sabemos que el cachurequismo es enemigo declarado de la ciencia y el
conocimiento, actuando cuando se le exige más por reacción e impulso que por el
razonamiento. Esta manera de pensar y ver la vida se caracteriza por lo
visceral de su esencia, la cual se basa en reprimir a sangre y fuego todo lo
que amenace su existencia.
Otra característica del cachurequismo es la capacidad que
tiene para disfrazarse de ideología política, vistiéndose de diferentes colores,
confundiéndose a veces con el nacionalismo, pasando por el liberalismo, hasta
incluso llegar a permear las filas de la izquierda ideológica. Es por ello que
decimos que, en nuestro país, ni desde la derecha, ni desde la izquierda, se ha
planteado en los últimos 140 años una sola propuesta política y social que
rompa con el pasado histórico, mediante una nueva forma de percibir, sentir y
vivir la vida, fuera de los artilugios que el cachurequismo ha impuesto como
parámetros de vida en las mentes de la gente, desde tiempos de los Aycinenas y
Carrera. Situación que no ha permitido en la historia moderna de estos pueblos
manifestaciones contraculturales o rupturas generacionales que contribuyan a
tener otra lectura del mundo que nos rodea.
El cachurequismo con su falso tradicionalismo cultural se
las ha ingeniado para hacernos caer en la trampa de la involución, sosteniendo
artificios culturales ajenos a la idiosincrasia de nuestros pueblos, mezclando
tradiciones religiosas con manifestaciones festivas sociales: la Semana Santa,
Navidad Catracha, ferias patronales, El Guancasco, Semana Patriótica (ahora
paradójicamente llamada Semana Morazánica), Recreovias, Actívate, Honduras
Canta, Un día Una Nación. Día de este, día del otro, en fin, la pseudocultura y
la religión se mezclan y se confunden en el voraz consumismo capitalista, donde
se entiende la artesanía por antropología, la tradición religiosa por historia,
el futbol por arte, el militarismo por deporte, el reggaetón por música, y el
panfleto por poesía. Esta forma de pensar taimada y sórdida ha hecho de este
país, un remedo de nación, sumergido hoy en una vorágine de sangre, donde se
entiende por soberanía territorial la venta de ríos y territorios, por
soberanía del pueblo, la diaria violación de la constitución de la república.
Contrato social que ellos mismos han hecho y violado cuantas veces sea
necesario para satisfacer sus mezquinos intereses cachurequiles.
El surrealismo paradójico del cachurequismo oficialmente,
representado por el Partido Nacional en el poder, lejos está de una concepción
nacionalista propiamente dicha. Pues nadie más que ellos han dado concesiones a
diestra y siniestra, desmembrado el territorio, vendiendo los más sagrados
intereses de la patria a grandes monopolios extranjeros: compañías bananeras,
palmíferas, hidroeléctricas, cementeras, minas de oro y plata, banda ancha,
telefonía, electricidad, carreteras, en fin. Todo lo venden al mejor postor,
sin importar las consecuencias futuras de sus desmanes, a sabiendas que los
ciudadanos no reaccionarán a estos exabruptos, pues seguros están de haber
hecho un eficiente trabajo de enajenación mental en la población donde el
discernimiento, el debate constructivo de ideas y la generación de pensamiento
no tienen cabida. Y es el pastor o sacerdote que siempre tendrá la última
palabra en temas de moral, ética, generó, corrupción, educación, salud,
seguridad y otros. Tampoco es de extrañar por los antecedentes históricos antes
expuestos, escuchar en la actualidad a curas, obispos, cardenales, pastores y
“apóstoles” evangélicos, bendiciendo, haciendo premoniciones y vertiendo
opiniones para inducir al pueblo a favor del cachurequismo.
Cada niño o niña
que ve la luz en este país, nace marcado con un número en la frente y no es
precisamente el “misterioso y oscuro 666” del que tanto hablan los que profesan
la fe evangélica, ¡No! Ni haciendo la más complicada de las ecuaciones con ese
número nos darían 7,686.181 (siete millones, seiscientos ochenta y seis mil,
ciento ochenta y un lempiras) que no es otra cosa más que la deuda con que nace
cada hondureña o hondureño en la actualidad, al cual años de vida le faltaran
para poder honrarla. Aun así, incapaz será durante el tiempo que dure ésta, de
sospechar siquiera, cual es el verdadero motivo de todos sus males. La
construcción de su ser cachureco se manifestará en ella o é, en todos los
aspectos de sus vidas: en su modo de vestir, de caminar, de peinarse, de hacer
el amor, de orar, rezar, cantar, bailar, llorar, mirar, protestar, reír y sobre
todo de pensar; sí, de pensar. Porque el cachurequismo es ya una manera de
pensar y actuar, es un nivel de conciencia o más bien de inconsciencia que
refleja el grado de deshumanización del o la hondureña. Y si bien es cierto hoy
están oficialmente representados por el partido Nacional en el poder, mañana
podría ser otro el represente de semejante enajenación, llámese: Liberal, Pac,
Pinu, Democracia Cristiana, UD… y hasta el mismo Libre.
Definitivamente,
a los cachurecos se les encuentra por todas partes y en todos los partidos
políticos de la nación. En eso tienen razón los dirigentes del partido
Nacional al decir que son la gran mayoría en el país. Nadie que tenga dos dedos
de frente, podrá negar semejante verdad, para desgracia de otros y de quien
escribe, quienes nos hemos esforzados por alcanzar cierto grado de conciencia
humana, lejos de los dogmas, del machismo, tabúes y prejuicios religiosos
propios del ¡Cachurequismo Carrerista!
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