Rendición poética en De camino al ahorita
León Leiva Gallardo
Me he tardado mucho en estudiar la obra de Raúl Dorantes, aunque siempre la he tenido en mente. Creo que de los escritores que nos iniciamos en los noventa, Dorantes llegó a desarrollar un estilo narrativo propio y una voz de mucha originalidad. Si me pedieran una definición abarcadora diría que Raúl Dorantes es otro de tantos latinoamericanos residentes en Estados Unidos que, convertidos en fuga de talento, envía remesas del alma a las bibliotecas transnacionales. Él más que nadie, ha dedicado su obra al tema de esta incesante fuga que es obviamente económica, que en algunos casos es política o social, pero que de ninguna manera es amnésica. Ha sido su constante labor, su activismo cultural que, con la colaboración de otros escritores y teatristas, ha dado aliento y sustento a la vida literaria de Chicago en lengua castellana.
Cada esfuerzo personal se convierte en pan comunal en nuestro reducido ámbito. Cuando menos esperamos aparece otra obra publicada o representada que despierta entusiasmo. Así fue el caso de la presentación de De camino al ahorita por el Colectivo El Pozo en el centro cultural Calles y Sueños en Pilsen, en el sur de Chicago.
Me ocupo ahora de explicarme esta obra que tanto he ponderado. Trataré primero el texto que leí inicialmente en la antología (Vocesueltas, 2009) y luego la obra representada.
De qué se trata el ahorita
Resumidamente, dos hombres desahuciados por el cruce de la frontera entre México y EE.UU se encuentran en el desierto, llegan a conocerse y luego, son detenidos por un patrullero de la frontera. Pronto todos, por un percance, quedan abandonados a la inclemencia del desierto. En este ambiente se desenlaza todo un drama personal que de inmediato se vuelve social y existencial, puesto que también sucede el mundo alterno, un submundo tangente. Comienzan a escuchar voces y comienzan a confluir dos insólitas esferas vivenciales. Casi al final, por un forcejeo entre el Hombre B y el Oficial, se dispara la pistola y muere el Hombre A.
La obra en un solo acto presenta dos planos de existencia. En el primer plano, los protagonistas, que son altos relieves de lo que con el tiempo se han venido a convertir en arquetipo del migrante —la ida y el retorno— se cruzan en un camino fortuito en el desierto donde son interceptados por un guardia de la patrulla fronteriza. En el segundo plano, al que llegamos por una rendija (en acotación descrita), se dispone el sitio de los muertos donde se insinúa el afterlife. Además de abrir y cerrar la estructura de la obra, a mi ver, la oscuridad representa la esfera subjetiva que, por medio de la sinestesia, describe la situación de encierro y la impotencia como si fuera pesadilla somática de lo sufrido en vida. Estos dos planos se dividen y se unen por un espacio-tiempo al que yo quiero llamar ontológico y que es constante durante toda la obra: el ahorita que nos permite entrever la simultaneidad, ese momento cero entre el vivir y el tiempo.
El ahorita como lo define Dorantes por medio de uno de los personajes:
Voz 1: Es un espacio donde no está oscuro ni alumbrado, donde no hay antes ni después,
donde tú ya no eres tú, ni yo soy yo, donde no necesitamos usar palabras, porque no
donde tú ya no eres tú, ni yo soy yo, donde no necesitamos usar palabras, porque no
hay objetos ni pensamientos...
La acción comienza in media res en el plano oscuro y luego pasa al plano luz y así intermitentemente. Ambos planos son representaciones de lo que yo llamo realidad vivencial. El plano luz representa lo físico y el segundo atisba lo ontológico. Ambos planos comienzan a fundirse y a conformar lo vivencial. Todo converge en el cruce, tanto lo general, lo socioeconómico, lo particular, la historia personal de cada personaje, como lo psicológico. Dorantes logra culminar el meollo del asunto personal de cada personaje por medio de anécdotas que en sí son minirelatos diestramente concatenados, ya que optó por incorporarlos y entrelazarlos en un diálogo aparentemente delirante.
Esto es muy notable ya que optó por poner a cada personaje a relatar su historia con pocas intermitencias de los otros hablantes, como lo hace, permítanme esta comparación, Edward Albee en La historia del zoo, donde Jerry, el protagonista, relata varias anécdotas, especialmente la cruda historia de “Jerry and the dog”. Pero la obra de Albee es prácticamente un monólogo, donde Peter, el antagonista, es solamente un bystander con mínima participación. Quizá ésta no sea una comparación del todo advenediza. La Historia del zoo de Albee reanuda el tema del iluso american dream en una obra en un acto, con elementos del teatro posmoderno y donde los personajes son voceros de su propia condición social, que los lleva “absurdamente” a un encuentro con la muerte. El forcejeo, cuchillo en mano, entre Jerry y Peter al final de la obra de Albee es bastante parecido al forcejeo del Hombre A y el oficial de migración, pistola en mano, en la obra de Dorantes. La diferencia es que Jerry se arroja contra el cuchillo que sostiene Peter, y en verdad se suicida. Mientras que el Hombre B mata accidentalmente a su “compa”, el Hombre A. También encuentro algo similar entre Peter, el personaje de Albee, y el Oficial de De camino al ahorita; ambos encarnan el agente dramático cuya función es culminar el conflicto y causar el desenlace. Pero quiero advertir una diferencia importante que distingue a la obra de Dorantes.
Para los que ven aquí una suerte de teatro del absurdo, algo a lo que este escritor no se suscribe, hay que nombrar las causas reales del inhóspito ambiente en el que se desempeña la acción: factor que afecta la conducta (el desierto), el factor socio-económico (la pobreza) y el factor psicológico (el fracaso); ésta última es la que se le debe acreditar, por supuesto, a la factura del autor quien supo emplear los elementos del lenguaje poético y del teatro posmoderno, para no caer en el mero panfleto o en un drama de nota negra. Es necesario diferenciar entre una obra propiamente del absurdo de una obra que utiliza y aprovecha elementos o aspectos formales de ese tan desentendido movimiento que pretendió llevar el discurso más allá de lo metafórico (lo que llamaban patafórico), algo que no considero relevante a esta obra. Dorantes sigue el lenguaje metafórico y metonímico, sigue basado en una realidad que es compleja porque abarca lo físico y lo psíquico, por lo tanto la dualidad vivencial, las dos esferas de la vida.
Pathos y mithos
En esta obra se logra mitificar un hombre sin rostro, sin nombre, sin patria. Hay un momento clave en la mitificación, el uso de un tropo que sirve no sólo de símbolo sino también de efecto mitificador; y es cuando el Hombre A se come a la extraviada mariposa monarca. Aunque la alusión al retorno de la mariposa monarca puede verse como una demasía de significado, el tropo confirma la situación no-volitiva —“instintiva”— en que se encuentra el migrante. El mundo no es lo que debería ser, sino lo que es. Estos personajes no son trágicos en el sentido aristotélico, porque están trabados en circunstancias ajenas. Si una mariposa monarca se pierde en el desierto porque un terrible galeno la ha desviado de su ruta, no es culpable de su destino. El terrible viento que ha llevado a que estos seres sin nombre se pierdan y se hallen en el desierto no es un elemento participativo en escena, pero se le hace referencia. La obra no cae en lo común ya que los personajes no discurren abiertamente sobre la injusticia. Además que no pueden o ya tienen todo por dado. En la cosmovisión del migrante la dualidad justicia-injusticia es inseparable; en él o ella viven ambas antinomias. Algo más determinante los lleva a los extremos: el hambre, la huida o la ambición. El aspecto ético en la obra no se omite, pero tampoco es el centro significativo de la misma. Las razones que llevan a los personajes a la situación en que se encuentran son particulares. Pero lo ponderable no es lo que los motiva —eso pertenece al plano real—, sino el migrar mismo. Es en este sentido que el migrante adquiere el valor mítico. El valor patético se presiente al uno llegar a la conclusión de que la estancia del migrante es el mismo estaribel donde converge el fracaso, la desesperación y el absurdo: angustioso arribar no sólo porque sea humillante y peligroso, eso es lo más fácil, sino porque se vuelve parte de una visión soterrada del mundo, cova desde la cual se carga un bulto a la resbaladiza cumbre. Es en esta cima, en ese momento cero de la eterna labor del antihéroe, donde la vida resulta absurda. El momento de la peripecia del migrante es el ahorita, ese lugar-tiempo en que comienza a ponderar lo que ha hecho con su vida y se siente terriblemente solo e impotente.
Lo vivencial psicológico
Muchos inmigrantes también son víctimas de su propio valor o su ambición, pero ya este es tema aparte. O quizá ni sea tema aparte sino que simplemente es un aspecto que se trata en esta obra. A propósito, si Dorantes lo hubiese abordado, la obra cambiaría completamente porque atribuiría un carácter meramente aventurero a los personajes, y en vez de ser valientes serían meramente torpes. Pero veamos primero, antes de llegar a conclusiones, lo que motiva a estos personajes:
Hombre A Viaja hacia el Norte porque fue embaucado por su padre. Para salir del apuro y marcharse tuvo que tomar dinero de la empresa que había fundado. Su fin es hacer mucha plata para reponer todo lo perdido, integridad y solvencia económica.
Hombre B Viaja al sur, de regreso a su país después de incendiar su casa, porque a pesar de que logró hacer mucha plata, cayó en las drogas y demás vicios, descuidó su hogar, lo que resultó en que su mujer lo abandonara.
Oficial Su función es celar la frontera entre EE.UU y México. Es un guardia de una patrulla fronteriza. Es uno de tantos hijos de refugiados políticos cubanos, con un grado de separación, a quien aún lo persiguen las pesadillas del cruce en balsa de su familia.
Las fuerzas mayores detrás de los motivos de estos personajes son obvias y por lo tanto todos son ánimas —no gratas— de su condición social. Es por esta razón que la obra sigue siendo una denuncia. Pero no una fácil denuncia social sino una contestación de compleja y aguzada representación de hechos (físicos) y consecuencias (psicológicas) que sufren los inmigrantes al realizar el cruce y al buscar el Dorado americano.
Raúl Dorantes siempre ha creado personajes de harta intensidad psicológica, inmersos en situaciones extremas y complejas, y no meras marionetas marginales. En casi todas sus obras ha sido tanto el lenguaje poético, el acertado uso de la metáfora y la metonimia, así como el estilo (referencial) narrativo lo que ha facilitado crear esos submundos que escarban capas de realidad que pasan desapercibidas en el discurso realista o naturalista. Por ejemplo, en el cuento “Ya no te espero Moy”, Delia, personaje central del relato, ya pasada de años, ha quedado postrada en la sala de su apartamento, sin calefacción, en un día de invierno inclemente. Desde su impotencia (ella es la narradora), describe lo que siente:
“Lo único que anoche sentí fue una especie de anestesia en los tobillos, un cosquilleo subiendo a los muslos y abarcando hasta la rabadilla. Eran las lenguas esas que subían, que se me iba enredando como buganvilias.”
En otro de sus cuentos, en “La niña y el presidente”, nos hallamos con otro inmigrante emboscado entre su pasado arremetido en un pueblo mexicano y su presente no menos apremiante, que es su residencia en lo que parece ser un halfway house donde ha quedado postrado física y mentalmente. Es en este cuento donde Dorantes ha logrado representar de manera sucinta e impactante la dura y doble realidad de un inmigrante fracasado y acechado por los trastornos sociales y mentales. En este fragmento la enfermera lo halla hablando solo, y es cuando nos damos cuenta que el narrador es el mismo Manuel.
‘Talking to the air again baby?’
Le recuerdo a Manuel que de nuevo cayó en el uso del pasado. Que estamos aquí, entre árboles de cerezas o de manzanitas rojas, no lo sé, en una terraza con sillas del Sheridan Home, tratando de recordar el “es” y de paso el mesurado punto y coma.
La narrativa se combina y se complementa con atisbos del pasado y la continua pesadumbre del presente, con detalles que delatan lo desmenuzado que han quedado los antiguos hábitos de Manuel (el saber escribir bien), para hacer el perfil psicológico de un hombre derrumbado como bulto extraviado en un viaje, un cruce, hacia otra vida.
A este estilo narrativo, que Dorantes ha empleado muy efectivamente en sus cuentos y que ahora adapta al teatro, quiero llamarlo “lenguaje del ahorita”, el que comprende mecanismos narrativos derivados de una aguda visión de las esferas vivenciales. En De camino al ahorita a veces el discurso es deliberadamente inconexo, irreverente o necio, pero nunca del todo incoherente.
Dorantes se asegura de incorporar aspectos reales que lo justifiquen. Los personajes están en el desierto, sufren sed, cansancio e insolación. Recordemos que este mismo discurso (diálogo), en un contexto normal, sí podría ser catalogado de esquizofrénico, pero en las circunstancias de estos personajes la conversación está claramente afectada por el medio ambiente y por razones fisiológicas. Incluso en el plano oscuro donde los personajes ya tienen puesto pie en el hado el lenguaje es coherente y consecuente. Los muertos, como en Pedro Páramo a quien alude Dorantes con el epígrafe, parecen seguir la faena del vivir. En esta estancia la vida y la muerte se complementan para rendirse al ahorita.
En una de las escenas en el plano oscuro de la obra, el oficial hace recuerdos de su niñez. (Hago un apartado, para mencionar que es muy notable que Dorantes haya puesto en voz del oficial, el antagonista, no sólo la definición del ahorita, sino también el discurso más poético. Esto para mí fue algo desconcertante; es muy raro en el teatro que den al villano las mejores líneas. Quizá sea una manera de reivindicarlo, por lo menos en la otra vida.) Aquí de nuevo tenemos un ejemplo de cómo la narrativa referencial da vida (caracterización) a un personaje que inicialmente era un simple agente.
Voz 1: Sé de una niña que no tenía juguetes. Sólo las flores eran su entretenimiento. Desprendía los pétalos y las hojas para jugar con el olor. Conoció por dentro y por fuera a los jazmines y las margaritas, a los crisantemos y las lilas, a los narcisos y las rosas. Pero la fragancia que más le gustaba no era la de las flores sino la de los eucaliptos. Así, la niña fue aprendiendo a guardar entre sus dedos cada uno de los aromas. Ya de joven los llegó a mezclar en pomitos de treinta mililitros. Y vendía sus mezclas en los días de plaza.
[…]
Voz 1: Es que la perfumera era mi abuela. Ella decía que los olores eran como la música. Estaban los olores de nota alta, como las lilas y el galán de noche, que rápido soltaban su vapor. Los de nota intermedia, que tardaban más en llegar a la nariz. Y los de nota grave…
Lo que viven los personajes es el realismo vivencial, que también abarca el ensimismamiento, esa percepción o sensación de dualidad, de desnudez humana que nos hace sentir inusitadamente partes de otra parte; cuando se nos olvida sabernos humanos por un indefinible lapso y nos sentimos allegados al tiempo, aunados a ese inasible suceder, y razón por la cual también dejamos de suceder. No creo que el ahorita que se pretende sea un simple ars moriendi. De pronto puede ser más bien una rendición poética ante lo imposible. Quizá nos rindamos al ahorita sin haber logrado definirlo cabalmente. Por mientras, esto permite que el concurrente o lector defina su propio ahorita. Lo ideal de la obra es que incita a pensar y a que lo definamos en nuestros propios términos.
Lo existencial y lo social
Algo que advierto es que los aspectos existenciales convergen con los sociales, con la denuncia. Los dos personajes centrales, los inmigrantes, son enunciados de una súplica ontológica, que resulta interceptada, por el aspecto real, el oficial que en la esfera vivencial del migrante representa no la justicia sino la injusticia. Estos espejismos, y procuro el doble sentido, retratan las vivencias. Los espejismos propios del cruce por el desierto se prestan para comprender los espejismos vivenciales (psíquicos, espirituales) y cuando menos acordamos nos hallamos ante un escenario donde también se sopesa lo social y lo íntimo. Esto es de suma importancia para comprender las implicaciones de la poética de Dorantes; y se debe explorar dentro y fuera del marco representativo de la obra. Primero acudamos a un experto en la materia.
Alejandro Korn, filósofo argentino de comienzos del siglo XX, ha sabido aducir que la justicia no existe, por lo tanto no puede ser un tropo, un recurso, de participación activa; en cambio, la injusticia sí. En efecto, el concepto justicia se aúna a toda esa gama de abstracciones inasibles y que solamente se entienden concretamente por medio de la antinomia: la injusticia. En mis términos: nadie pierde el sueño pensando en la justicia (lo ideal), pero sí es angustiante pensar en la injusticia y demoledor sufrirla en carne propia. El mismo Korn, obviamente influido por Hegel, reconocía que gran parte de la población humana pasa inmersa en emprender el mundo que debería ser y no el que es . De manera que, dentro y fuera del marco representativo, nos hallamos ante una ambivalencia. Para un tercer ojo objetivo, desinteresado, el personaje del oficial representa la justicia y también la injusticia, y el desenlace es simplemente excitante. En cambio, para los partidos involucrados, para los migrantes y los simpatizantes, el oficial representa la injusticia; porque ellos no viven el mundo que es sino el que debería ser. En la obra no se está lidiando con meras polisemias ni juegos de posturas. Dorantes ha creado personajes que nos apuntan al existencialismo. No aquél quejumbroso y pesimista que muchos equivocamos al principio de todo acercamiento, sino el existencialismo buscado por los que iniciaron la empresa combinatoria de pretender un ser humano cabal. No que Dorantes haya querido crear personajes que representen la liberación real y ontológica que pretendían los existencialistas marxistas; pero definitivamente ha creado seres que deambulan en una búsqueda que accidentalmente los lleva a confrontar el sí mismo. Cabe mencionar que en lo que se refiere al existencialismo, nada queda completamente esclarecido. Ahora quizá nos aferremos a ello como si fuera la única propuesta que no nos avergüenza adoptar públicamente. Quizá porque es ante todo un esfuerzo personal, que invita colaboradores por supuesto, pero esencialmente íntimo. Sin duda una búsqueda personal del autor. Siempre resulta mucho más satisfactorio saber que la autoría-creación es la suma del esfuerzo y entrega, y no sólo un artificio que emplea efectos, mocks, para producir una suerte de parodia. No hay duda de que en esto se distingue el arte comprometido con el arte por el arte.
Reanudando la experiencia de intimidad social que se nos presenta, advierto que el empleo de ambivalencias se prestan para tildarlo de pesimista, pero se tornan tan reales cuando se sopesan con el momento concreto, la experiencia en carne propia. Es por eso que esta obra está más arraigada al aquí, nada más que con aclimatación posmoderna. El referente en la poética no es una mera abstracción ni un artificio, sino una condición concreta y de gran preocupación actual. En nuestros tiempos el absurdo no es un fenómeno que percibimos fuera de nuestra esfera vivencial. El absurdo ha llegado a engullir la realidad y no se distingue de ella.
Al final de la obra los planos se unen, el plano luz y el plano oscuro convergen y los personajes recobran su cabalidad. Hay algo terriblemente carnal al final. Los vivos escuchan sus voces en ese otro mundo tangencial; los muertos también y, además, sienten el descomponer de sus propios cuerpos. Todo queda en silencio cuando las voces se unen. Se cierra la rendija. Todo queda oscuro.
El ahorita por el Colectivo El Pozo
La obra fue presentada por el Colectivo El Pozo (del que forma parte también el autor), y fue dirigida por Ignacio Guevara, con la colaboración de varios escritores y artistas que, con algunas excepciones, por primera vez participan en una obra teatral.
Las limitaciones de espacio del escenario y auditorio en el centro cultural Calles y Sueños se prestaron para ofrecer un ambiente de calidez e intimidad. Georgina Valverde, reconocida creadora de artes plásticas en Chicago, se ingenió la escenografía minimalista y pintó en tela (colocada de trasfondo del escenario) un llamativo mapa de la región desértica donde arriesgan sus vidas los inmigrantes. En este mapa, suficientemente grande para que se apreciara y leyera bien desde el auditorio, se ubican los lugares por donde pasan y a los que se dirigen los personajes.
La simplicidad imaginaria de la escenografía no podía ser más contrastante para con el complejo drama psicológico que se desencadenaba ya fuese en el plano realidad del desierto o el plano subterráneo. Estos contrastes, de luz y sombra, de plasticidad y carnalidad, de lo corporal y lo mental, dramatizados por música de violoncello compuesta originalmente para la obra por Dan Hanrahan, se convirtieron en toda una experiencia de los sentidos.
Uno de los grandes aciertos que tuvo la obra representada por el Colectivo El Pozo fue el de haber filmado en video las escenas correspondientes al submundo tangencial ya mencionado: las voces de los muertos. Ignacio Guevara, graduado en Artes Dramáticas del conservatorio Castella de Costa Rica y quien también se dedica a la fotografía, realizó la filmación de las escenas correspondientes desde varios ángulos y a cierta proximidad de los rostros y partes del cuerpo de los actores, quienes estaban totalmente maquillados con lodo. El efecto resultante (el video fotografiado en blanco y negro), fue de extremo encierro o enterramiento, donde los cadáveres parecen forcejear entre sí en una fosa común, a la espera de sus correspondientes ánimas. Este recurso al medio visual dio a la obra la dimensión psicológica que las voces en lo oscuridad, por sí solas (como lo indican las acotaciones del texto), no hubiesen logrado producir. Entre los cambios de perspectiva de una cámara en constante movimiento se logran atisbar los rostros, perfiles, gestos, de los hombres que lentamente mueren. Al usar el video también reproducen el ambiente de cámara oscura que se quiere insinuar al describir la luz por la rendija. Los muertos ven por la rendija, desde esa cámara oscura. El video se proyectó en la pared al fondo del escenario. En la oscuridad del auditorio, al apagar las luces, los espectadores todos estamos en el mismo encierro. Esto no se hubiera logrado si Ignacio Guevara hubiera optado por emplear tres actores más en el escenario; además de la dificultad de los cambios de escena, en una obra tan breve y en espacio reducido, se hubiera perdido la correspondencia de voces tan necesaria para representar la simultaneidad de las esferas de cada personaje. Las voces que escuchan los vivos son sus propias voces en la esfera de la muerte.
Una vez en escena
Los actores Marco Polo Soto, J.J. Romero y Dan Hanrahan (quienes desempeñaron los papeles del Hombre A/Voz 3, Hombre B/Voz 2 y el del Guardia de Patrulla Fronteriza/Voz 1 respectivamente) supieron cobrar la creciente intensidad dramática durante la obra sin muchos arrebatos histriónicos, aunque con algunas excepciones.
Esto a seguir es una opinión totalmente de gusto personal. En los momentos en que el Hombre A y el Hombre B relatan sus propias historias, en vez de recatarse, sumidos a la memoria (algo de esperarse en un momento de resignación), Marco Polo Soto y J.J. Romero (especialmente este último) se volvieron hacia el público en una suerte de exhortación. A mi ver, el momento debió ser más reflexivo, ensimismado, confesional, pero no (y reconozco, fue ligeramente) declamatorio. Esta decisión fue seguramente directoral, cuestión que me lleva a un aspecto importante de esta obra. Raúl Dorantes emplea mínimas acotaciones. Esto puede ser ideal para un director con mucha experiencia, pero un gran reto para alguien que apenas inicia.
No niego que la obra tenga partes de comicidad, pero hubo una ocasión cuando algunos espectadores rieron cuando ni el contexto ni la acción lo ameritaban. Esto bien pudo deberse a que siempre hay espectadores que no saben asumir las debidas emociones, según las pautas dramáticas (como los que se ríen en los velorios); pero creo, y quizá peque de exigente, que más bien se debió a cierta ligereza de la locución, al tono de voz de Marco Polo Soto, que resultaba algo infantil, que no creo fue intencional, por ejemplo, cuando el Hombre A insistentemente acusaba de “ilegal” al oficial de la patrullera fronteriza.
No obstante lo dicho, la representación de la obra fue sin duda un gran logro de esfuerzo comunal. El tono en general fue serio, a veces grave, pero nunca quejumbroso. Marco Polo Soto, Romero y Hanrahan desempeñaron bien el padecimiento y la complejidad de los personajes y, Soto, a pesar de que es el que tiene menos experiencia como actor, demostró versatilidad expresiva y presencia en el escenario. Las visiones personales de Dorantes e Ignacio Guevara se aunaron para que apreciáramos la cosmovisión a la obra escrita. Fue de mucho agrado ver cómo todos los aportes de las partes hicieron un todo de mucho mérito. La obra representada fue en verdad un colectivo de de varias artes realizadas originalmente para la presentación y por los mismos participantes: una noche de buen teatro comunal.
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