La complicidad de las embajadas de EE.UU. con los peores dictadores del mundo es un secreto sólo para aquéllos que viven al margen de la historia/realidad y es una postura de flagrante negación para los que al callar otorgan.
En los últimos dos años en Honduras hemos visto el asomo al escenario de nuestra comedia a personajes “en busca de una víctima” (entre cuales, el ex embajador Negroponte), que encarnan bien el papel de villanos que emplean todo tipo de estupefacientes “legales” y mediáticos para someter al pueblo a un nuevo tratamiento psíquico-social, como el que sufrió el protagonista del film El Candidato de Manchuria.
En tremenda orquestación entre la Embajada y el Dictador, el pueblo ha sido sujeto en un experimento de no muy complejo condicionamiento (Pablov) cuyas secuelas se viven hasta nuestros días. El legado de imposición (militar) y manipulación (mediático-religiosa) aún vive. Todavía alguien puede gritar “Viva Carías Andino”.
Reproducimos este artículo —curiosidad nostálgica del periodismo del período de la guerra fría (nótese cómo llaman “guerrillero” a un matón)— con el fin de preservar la memoria histórica, y tratar de no darle cabida a la memoria tergiversada que se nos quiere implantar.
El gobierno de Tiburcio Carías Andino,
un guerrillero y sobrio patriarca
Visto desde la capital Carías presenta el aspecto de un patriarca de mano firme, más bien que el de un dictador sadista. Sus adversarios políticos no pueden viajar en automóvil; algunos de ellos tienen sus carros “prisioneros” en la Penitenciaría. Los abogados enemigos de Carías ven crecer la hierba delante de sus puertas, porque cualquier cliente que se arriesgue tiene la seguridad de perder el pleito. Carías impide a los propietarios alquilar sus casas a los miembros de la oposición, y a los jóvenes que cortejen a sus hijas.
El Embajador John D. Erwin estuvo al frente de la representación diplomática de los Estados Unidos de América en Tegucigalpa de 1937 a 1947 en la época de Tiburcio Carías Andino. Erwin nació en Meador, Kentucky, asistiendo al Colegio McCallie y a la Academia Militar de Baylor en Chatanooga, Tenessee. Trabajó como reportero para el periódico “Chatanooga News” y fue corresponsal de “New York Evening World”, “Nashville Tennessee” y “Memphis Commercial Appeal” en Washington. Fué Secretario de dos senadores norteamericanos antes de ingresar al servicio diplomático de su país.
por William Krehm,
(ex-corresponsal de la revista “Time”.)
(ex-corresponsal de la revista “Time”.)
En la escala del peso físico, Tiburcio Carías Andino es, con ventaja, el Presidente más grande de América. En su presencia uno se da inmediatamente cuenta del triunfo de la materia sobre el espíritu: la pesada bola de su cuerpo remata en una cabeza terca y obtusa. Dícese que en su juventud era capaz de romper un rifle sobre la rodilla: ahora cuando da la mano, deja los huesos machacados.
Nació hace unos sesenta y ocho años como miembro de una familia numerosa, con abundante sangre india y negra, y feroces ambiciones de clan. A los diez y seis años sirvió como ayudante de cocina en una banda de las guerrillas liberales, capitaneadas por sus hermanos. En la guerra de 1907, en la que el dictador nicaragüense Zelaya ayudó para que los liberales llegaran al poder, Carías mandó un destacamento liberal. Sus estudios fueron interrumpidos para ir a la guerra, y en cuanto los liberales llegaron al poder lo recompensaron con el grado de Leyes. En América Central los abogados llevan el título de Doctor y, en virtud de su grado espurio, Carías lleva el doble prefijo de “Doctor y General”. Sin embargo, su carrera como jurista fue corta: tuvo un asunto y lo perdió.
Dos décadas de actividad revolucionaria, como liberal, no lo llevaron a ninguna parte. Sin resultados efectivos, decidió entonces cambiar de caballo. En 1923 fue candidato nacionalista (conservador) a la presidencia; y aunque no tuvo mayoría, logró la votación más amplia de los tres candidatos. En la guerra civil subsiguiente, Tegucigalpa fue bombardeada por sus aeroplanos, y de allí salió como el auténtico hombre fuerte respaldado por la United Fruit Co. Pero en 1924 y luego en 1928 conoció el amargo gusto de la derrota electoral. El país no se daba prisa alguna en reconocer a su salvador.
Durante estas décadas de intentos fracasados Carías era un hombre pobre. Estaba sostenido por su mujer; que poseía una pequeña fonda o merendero en Zambrano, en la carretera septentrional. Sus días transcurrían tendido en una hamaca, o bien dedicado a cuidar un pequeño huerto de verduras, a la manera de Cincinato de vuelta de la guerra.
Pero a fin de cuentas la fortuna le sonrió. Cuando fue exaltado al poder por el Trust bananero, diversos factores concurrieron para asegurarle un prolongado dominio. La expansión del totalitarismo le ofreció un modelo y un apoyo propicio; el Buen Vecino le procuró armas y apoyó su régimen, moral y financieramente. Las dictaduras perennes que se asentaron sobre el Istmo, durante la cuarta década (los “treintas”) de este siglo, coordinaron su represión y mutuamente se cubrieron los flancos.
Además había la fuerza aérea. En noviembre de 1932, después del triunfo “electoral” de Carías, un sector de la oposición liberal se alzó en armas y marchó sobre la capital, desde San Lorenzo. Un arriesgado piloto de Nueva Zelandia, Lowell Yerex, que había fundado una pequeña compañía de aviación, los Transportes Aéreos de Centro América (TACA), se alió al Gobierno en la hora de peligro. Los dos aeroplanos de Yerex se armaron en El Salvador, hicieron reconocimientos en las líneas enemigas y ametrallaron a los rebeldes en El Sauce. En la lucha Yerex perdió un ojo, pero sus aeroplanos lograron dispersar a los rebeldes, cuando ya estaban a las puertas de la victoria.
A cambio de su ojo Yerex recibió una jugosa concesión que dio origen a la fenomenal carrera de la TACA. Transportando por el aire armas, licores, mercaderías y la pesada maquinaria de las minas de oro, remediando la falta de caminos mediante los aviones que surcaban el cielo hondureño, la TACA se convirtió en una institución única, primero en Honduras y después en toda Centro América. Pero los hondureños nunca han olvidado la forma como empezó sus actividades esta empresa. Sólo cuando la Transcontinental and Western Airways de los Estados Unidos adquirió intereses para controlar la explotación y eliminó a Yerex de la Gerencia, pudo la TACA hacer las paces con el pueblo hondureño.
Tiburcio Carías Andino fue elegido en 1932 para un mandato de cuatro años, bajo unas normas constitucionales que prohibían la reelección. Mediante una serie de enmiendas a la Carta Magna del país, su Congreso le permitió continuar ocupando el Palacio presidencial hasta 1949. Nunca hasta entonces en la historia de Honduras un Presidente se había aferrado a un segundo período y sobrevivido el fin de él.
Desde 1932 no ha habido elecciones al Congreso. La autonomía de las ciudades más populosas quedó suprimida. En 1933 se puso en vigor el uso de pasaportes internos. Con breves intervalos la ley marcial fue mantenida desde el momento en que Carías subió al poder hasta la primavera de 1946, en que Spruille Braden, Secretario adjunto de Estado en Norteamérica, hizo presión para que se liberalizara el régimen. El turista que visita la Jefatura de Policía de la capital con objeto de recoger uno de los tres sellos indispensables para su pasaporte advierte un cuadro animado aunque caótico del sistema penal hondureño. El aire está lleno con el tableteo de las marimbas, el rasgueo de las guitarras y la flatulencia de las trompetas: los prisioneros, en sus celdas del piso bajo, practican sus lecciones de música, y hacen saber al visitante que el progresivo régimen del doctor y general Carías se asegura la colaboración de las musas para redimir a sus ciudadanos descarriados. Pero hay otras prisiones que no se enseñan a los turistas. En la Penitenciaría de la capital cientos de prisioneros políticos se pudren en húmedos calabozos. Algunos arrastran cadenas a las cuales van sujetas bolas de hierro de sesenta libras; otros se ven obligados a permanecer con el rostro hundido en la tierra humedecida del pavimento, con un peso en la espalda, durante interminables semanas. Hay una silla eléctrica cuyo voltaje es insuficiente para matar, pero lo bastante fuerte para despertar la lengua, y celdas donde no se puede estar ni de pie ni echado. Muchos de los reclusos han perdido la razón, y otros han muerto. Los azotes se administran con un látigo denominado “verga de toro”, hecho con el órgano genital de una res, distendido y seco, con un alambre atravesando su canal.
En 1934, cuando el gobierno empezó a preparar unas elecciones que nunca llegaron a celebrarse, el periódico oficial “La Época” avanzó la teoría de que el “crimen útil” es necesario para la salud del Estado. No era ésta, precisamente, una declaración hueca: Carías eliminaría a sus adversarios inexorablemente, dentro y fuera del país. En 1938 los generales liberales Justo Umaña y M. A. Zapata fueron asesinados en Guatemala por los pistoleros de Jorge Ubico, en inteligencia con su camarada de Tegucigalpa.
En la gráfica aparecen de izquierda a derecha, entre otras personas, el profesor Ángel G. Hernández, el doctor Juan Manuel Gálvez, el presidente Tiburcio Carías Andino, el profesor Carlos Izaguirre y el periodista Fernando Zepeda Durón.
Visto desde la capital Carías presenta el aspecto de un patriarca de mano firme, más bien que el de un dictador sadista. Sus adversarios políticos no pueden viajar en automóvil; algunos de ellos tienen sus carros “prisioneros” en la Penitenciaría. Los abogados enemigos de Carías ven crecer la hierba delante de sus puertas, porque cualquier cliente que se arriesgue tiene la seguridad de perder el pleito. Carías impide a los propietarios alquilar sus casas a los miembros de la oposición, y a los jóvenes que cortejen a sus hijas.
Pero en los Departamentos la situación es aún más tenebrosa. El nombre de Carlos Sanabria, Gobernador de Colón, se ha convertido en el equivalente hondureño de Atila. En efecto, Sanabria desempeña voluptuosamente todas las funciones rutinarias de un sápatra del dictador: es propietario de casas de juego y otros centros de vicio; detenta y explota el monopolio local de licores; levanta contribuciones a los empresarios; encarcela y asesina a los contados miembros de la oposición. Rodeado de sus sicarios, Sanabria ha destruido pueblos enteros, sospechosos de veleidades democráticas, y ha llevado su venganza a las familias liberales hasta la segunda y tercera generaciones. Muchas de las familias principales de Trujillo han huido del país. Cuando una delegación de mujeres fue a la capital y pidió a Carías que eliminara a Sanabria, el dictador tuvo esta rápida respuesta: “Ojalá tuviera diez y siete Sanabrias: uno para cada departamento de Honduras”.
Incluso los clubs de beisbol fueron suprimidos por Carías como posibles focos de conspiración. Sin embargo, en 1943 un sobrino lejano del dictador, el general Calixto Carías, director de una inexistente Escuela de Artillería, volvió de una visita a Cuba con entusiasmo febril por ese deporte, y convenció a su tío de que permitiera el beisbol, porque era muy útil para que los soldados aprendieran el lanzamiento de granadas. Se importó un profesional, y el juego recuperó su antigua popularidad.
La fórmula aplicada por los dictadores centroamericanos para justificar su aferramiento a la presidencia es muy sencilla, y varía muy poco de una república a otra. En primer lugar han asegurado el orden en el país, lo cual significa que las cárceles están llenas y los espías son omnipresentes. Además han emprendido importantes obras públicas. Basta referirse a una carretera pagada por los contribuyentes norteamericanos, y a un aeropuerto construido por la Panamerican Airways, para probar cómo es indispensable mantener el Presidente en su cargo durante quince años, y prorrogarle su permanencia por Otros veinte más, de modo que pueda “cumplir su misión”. Placas de bronce señalan cada alcantarilla, cada garita de guardia construida bajo el dictador. Sumadas unas a otras, estas “obras públicas” logran convertir al régimen en una “época” y en una “edad”. Una barraca o un puente se ofrecen en compensación de cientos de vidas tronchadas, de una generación de espinazos rotos y almas violadas. Es un sistema de contabilidad común a estas regiones, y no faltan diplomáticos y periodistas extranjeros dispuestos a certificar que los balances cuadran perfectamente.
Carías también juega este juego, pero sus fichas son ridículamente escasas. Con un aire de la mayor gravedad afirma que la obra más importante de su gobierno ha consistido en el embellecimiento de la capital. Tegucigalpa se aglomera en torno al palacio presidencial, como un mísero poblado alrededor del castillo de un barón de polendas. Su lánguido encanto deriva del hecho de que ha cambiado muy poco desde los tiempos coloniales. Las calles, empinadas y tortuosas, están construidas para los asnos: no para los automóviles ni las personas. No hay una sola pavimentada a la moderna; durante la estación lluviosa corren por ellas torrentes de lodo y agua. Durante trece años Carías sólo ha empedrado unas pocas. También ha acondicionado una estrecha plaza con grotescas imitaciones, en concreto, de ruinas “en estilo maya”. Terminó además un puente comenzado antes, para enlazar la capital con la polvorienta Comayagüela, al otro lado del río, y se hizo erigir un busto en la plaza central de dicha población.
La despedazada carretera de Tegucigalpa al Golfo de Fonseca se encuentra en peor estado que hace una década. En los últimos trece años las únicas obras viales dignas de mención se reducen a la Carretera Interamericana que rodea el Golfo de Fonseca (y fue pagada casi en su totalidad por los Estados Unidos), y otra a lo largo del lago Yojoa, a su vez financiada del principio al fin por Washington. Además, el único Instituto educativo que se ofrece a la publicidad es la espléndida Escuela de Agricultura, establecida en Zamorano por la United Fruit Company. En esta obra los políticos hondureños no han tenido otra participación que la de vanagloriarse de ella. En medio de tal desolación, las pretensiones de Carías como un “hombre providencial” resultan ser un tanto desmesuradas.
El doctor y general Carías es un hombre de gustos simples, cuyos años de poder no han logrado despojarlo de su condición de rústico guerrillero. Hace un decenio un secretario nicaragüense le enseñó a llevar bastón y leontina, e incluso le convenció para que redujera sus fieros mostachos y proporciones adecuadas. El mismo secretario aconsejó también a la señora de Carías respecto a modas y peinados. Pero esta era una capa de barniz delgada y frágil, que pronto se quebraba. Es proverbial en don Tiburcio recibir a los diplomáticos con una barba de dos días. Su vida semeja la de un patriarca sobrio: nunca fuma ni bebe, e impone este mismo código puritano a las gentes que lo rodean. Cuando puede, despacha los asuntos de Estado mucho antes del mediodía, y pasa el resto de la jornada en su granja Villa Elena, que lleva el hombre de su esposa. Con razón está orgulloso de esa finca, lo mismo que de su rancho La Moderna en Guasculile, y de otras propiedades extendidas a lo largo de la carretera septentrional. A esas fincas ha llevado ganado de importación, de pura raza, e introducido modernos métodos de cría. Esta es, en efecto, su única contribución al fomento económico de Honduras.
En los días en que administraba el merendero de Zambrano, su mujer gozaba de muy alta reputación como persona de buenos sentimientos y como excelente cocinera. Una vez por semana, en los primeros años del gobierno de su marido, solía enviar una nota a las gentes conocidas, informándoles que se venderían tamales en el palacio presidencial en una fecha determinada. Como los tamales de doña Elena son justamente famosos, podía hacerse con ellos un pingüe negocio. Pero la avaricia pronto borró los buenos sentimientos de su corazón. Doña Elena obtuvo el monopolio del suministro de tortillas para el ejército. Comenzó a adquirir granjas, y los camiones del ejército crujían bajo el peso de las verduras, la leche y la leña, que eran transportadas para su venta en la capital. Su verdadera pasión, sin embargo, fue la adquisición de cuadras enteras de edificios en Comayagüela, el suburbio ya mencionado de Tegucigalpa al otro lado del río. La gente empezó a hablar duramente de ella, y le puso de apodo Doña Barrios. Ya no sacaba la cabeza, como en los primeros años, por un balcón del segundo piso del palacio presidencial parar charlar con las amigas que por ahí pasaban, sino que se mantuvo junto a sus sacos de monedas y empezó a temer al pueblo.
El hijo primogénito de Carías, Gonzalo, dentista de profesión, es el Cónsul general en Nueva York. En memoria de los viejos tiempos, cuando los dictadores solían acariciar sueños dinásticos, Gonzalo se iba formando como posible heredero. Dedicóse a recorrer el país regalando radios a las municipalidades e interesándose por conocer a su pueblo. Pero esto pertenece a un pasado distante y dulzón. Ahora es un hombre ineficaz, cerca de los cuarenta, que soñó vagamente con hacer cosas grandes. En septiembre de 1939 obtuvo una vasta concesión del Gobierno para establecer empacadoras de pescado, carne, frutas, etc.; fábricas para la producción de jabón, manteca y todo género de sustancias oleaginosas; construcción de almacenes, carreteras y ferrocarriles; instalación de granjas ganaderas y productoras de granos. La concesión le permitió importar todos los materiales necesarios para realizar esos planes, sin pagar otros derechos arancelarios que un octavo de 1% -la octava parte de un centavo- por kilogramo.
Un nuevo meteoro parecía cruzar por el horizonte económico de Honduras. Pero Gonzalo tenía un apetito tan agudo, que sólo deseaba negociar o traspasar su concesión a intereses extranjeros; en realidad no hizo nada hasta que se asoció con Henry Klapisch, un americano de gran prestigio en el comercio internacional del arenque. Comenzaron a comprar, en condiciones monopolísticas, la pesca levantada por los pescadores del Golfo de Fonseca, y a llevarla en aviones del ejército hasta la capital. Ambos socios explotaron también un amplio negocio de exportación de huevos, aves de corral y carnes a Panamá, contribuyendo notablemente al alto costo de la vida en Honduras.
Otro hijo menor, Tiburcio, vive permanentemente en el extranjero, como Cónsul en Liverpool. Carías tiene especial predilección por su hija Marta, que ha heredado la firmeza del viejo, mucho más que sus hermanos. Es la mujer divorciada de un elegante guatemalteco, a quien se le dio como justa dote el puesto de Ministro hondureño en Francia. Marta tiene un hijo de seis años que es la niña bonita de los ojos del dictador; sus risas son el único rayo de sol que penetra en las tinieblas del palacio.
(Del libro “Democracia y Tiranías en el Caribe”, Unión Democrática Centroamericana, México, D.F., 1949. Visto en El Heraldo, del 30 de Mayo de 1997.)
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