sábado, 27 de enero de 2024

Una viñeta de abril, el mes más cruel







                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           Una viñeta de abril, el mes más cruel                                                                                                        

Una frase que se le escapó de los labios a Tamara bastó para que Sebastián advirtiera que ella tenía nociones que solamente le había atribuido a Inuma. Fue durante una caminata en una reserva forestal, a inicios de abril, cuando Milford había llevado a pasear a los bien portados de la unidad. Había nevado y Sebastián sintió que Tamara lo tomaba del brazo y se abrigaba mientras él rondaba sin rumbo. Tamara posaba la cabeza sobre su hombro y Sebastián simplemente ambulaba. Tamara reía nerviosamente, sin aparente razón alguna, y Sebastián cedía a sus conocidas divagaciones. Fue esa mañana de un sábado cualquiera que Tamara mencionó algo, o repitió algo, que él estaba seguro lo había dicho alguna vez Inuma:

       —¿Sabes cuál es el verdadero opuesto del amor? Te apuesto que no lo sabes —había insistido Inuma mientras caminaban sin rumbo, por las piedras planas esparcidas sobre el suelo seco y congelado, sin rumbo hacia el fondo de la tundra. Sebastián lo pensó detenidamente y supo que la pregunta además de retórica era capciosa. Supo que la respuesta no era el odio, ya que el odio era otro asunto sin remedio, sino que se trataba de lo que menos se le habría ocurrido.

—Sabes que el verdadero opuesto del amor es el aburrimiento —había dicho Tamara, mientras lo tomaba del brazo y caminaban por la grama plasmada con la insólita nieve que había caído tardía en primavera. Diminutos espejos refractaban la difusa luz de la mañana y algunas chispas se quedaban adheridas a las largas y gruesas pestañas de Tamara. Inuma ponderaba cuando Tamara callaba. Inuma desaparecida. Inuma de la tundra, ahora esposada a su brazo en el cuerpo de Tamara.

Sebastián vio hacia todos los rumbos, se percató de que estaban solos y tomó a Tamara de la cintura y comenzó a besar los labios de Inuma. Sintió la trepidación de los pechos de Tamara contra su propio pecho y la abrazó hasta causarle suspiros, hasta que Inuma le dijera que lo amaba.

—Nunca me vayas a dejar, Sebastián —murmuró la voz de Inuma a través de los labios de Tamara.

Algo en su interior, en aquella fatídica expedición, le dijo a Inuma que si Sebastián emprendía el viaje a Torngat nunca habría de verlo más, porque los montes de los espíritus consumían toda pretensión humana.

—Nunca te vayas —le dijo Tamara abruptamente, apartándose de sus brazos. —Si te vas, me mato, Sebastián. Yo no voy a ser como el mentiroso de Gabriel. Yo me mato. Me trago el vial de pastillas, Sebastián. Si te vas a Torngat, no te espero, le había dicho Inuma. Me voy de regreso a Naín y luego a Quebec. Sebastián siempre tuvo pensado volver a Naín, como ahora tenía pensado volver a su Eden House.

Tamara tomó un puñado de nieve, lo apretujó y lo contuvo por un rato, hasta sentir el mismo frío y tensión que Inuma había sentido cuando Sebastián le prometió, cuando le había dicho, nos vamos a ver en Naín, voy tan solo por unos días. Inuma lo miró detenidamente sin decir una sola palabra. Ese sería el último día en que iban a estar solos. Se habían quedado a media ruta de la expedición, esperando a los guías. Se habían quedado para ver la aurora boreal que Inuma muy bien sabía que no aparecía en los veranos de Labrador. Se habían quedado para averiguar si podían amarse.

El principio realidad no lo despertaba. Era cuestión de dementes esperar resultados de lo imposible. Tamara le restregó la bola de nieve en la cara y al hacerlo le lastimó la nariz que desde aquel tiempo tenía fracturada. A causa de la helada de invierno, el dolor fue agudo y angustioso, el dolor fue el mismo de antes. Escasas se le escaparon las lágrimas al ver la imagen de Inuma en Tamara. Recordó el día que le llegaron las noticias de que la temerosa estudiante de teología había desaparecido y la buscaban por todas partes. Se acordó de cómo él se había arrojado por la ventana de su cuarto en Eden House y había caído en la vastedad de la nada, en el completo olvido, inoperante como un vil hombre sin pasado y sin destino. Todo se volvió humo mostaza. Inuma había desaparecido por voluntad propia.

Tamara sonrió, se le acercó para acariciarle la nariz, y le dijo con una voz tenue, marchita y por primera vez cariñosa:

—Disculpa, no fue mi intención lastimarte. Sólo quería que me pusieras atención. Estoy aburrida.


               (Un capítulo de La cuestión del mal (novela inédita de León Leiva Gallardo)

 

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