Una viñeta de abril, el mes más cruel
—¿Sabes
cuál es el verdadero opuesto del amor? Te apuesto que no lo sabes —había
insistido Inuma mientras caminaban sin rumbo, por las piedras planas esparcidas
sobre el suelo seco y congelado, sin rumbo hacia el fondo de la tundra. Sebastián
lo pensó detenidamente y supo que la pregunta además de retórica era capciosa.
Supo que la respuesta no era el odio, ya que el odio era otro asunto sin
remedio, sino que se trataba de lo que menos se le habría ocurrido.
—Sabes que el verdadero
opuesto del amor es el aburrimiento —había dicho Tamara, mientras lo tomaba del
brazo y caminaban por la grama plasmada con la insólita nieve que había caído
tardía en primavera. Diminutos espejos refractaban la difusa luz de la mañana y
algunas chispas se quedaban adheridas a las largas y gruesas pestañas de
Tamara. Inuma ponderaba cuando Tamara callaba. Inuma desaparecida. Inuma de la
tundra, ahora esposada a su brazo en el cuerpo de Tamara.
Sebastián vio hacia todos los
rumbos, se percató de que estaban solos y tomó a Tamara de la cintura y comenzó
a besar los labios de Inuma. Sintió la trepidación de los pechos de Tamara
contra su propio pecho y la abrazó hasta causarle suspiros, hasta que Inuma le
dijera que lo amaba.
—Nunca me vayas a dejar, Sebastián
—murmuró la voz de Inuma a través de los labios de Tamara.
Algo en su interior, en
aquella fatídica expedición, le dijo a Inuma que si Sebastián emprendía el
viaje a Torngat nunca habría de verlo más, porque los montes de los espíritus
consumían toda pretensión humana.
—Nunca te vayas —le dijo
Tamara abruptamente, apartándose de sus brazos. —Si te vas, me mato, Sebastián.
Yo no voy a ser como el mentiroso de Gabriel. Yo me mato. Me trago el vial de
pastillas, Sebastián. Si te vas a Torngat, no te espero, le había dicho Inuma.
Me voy de regreso a Naín y luego a Quebec. Sebastián siempre tuvo pensado
volver a Naín, como ahora tenía pensado volver a su Eden House.
Tamara tomó un puñado de
nieve, lo apretujó y lo contuvo por un rato, hasta sentir el mismo frío y
tensión que Inuma había sentido cuando Sebastián le prometió, cuando le había
dicho, nos vamos a ver en Naín, voy tan solo por unos días. Inuma lo miró
detenidamente sin decir una sola palabra. Ese sería el último día en que iban a
estar solos. Se habían quedado a media ruta de la expedición, esperando a los
guías. Se habían quedado para ver la aurora boreal que Inuma muy bien sabía que
no aparecía en los veranos de Labrador. Se habían quedado para averiguar si
podían amarse.
El principio realidad no lo
despertaba. Era cuestión de dementes esperar resultados de lo imposible. Tamara
le restregó la bola de nieve en la cara y al hacerlo le lastimó la nariz que
desde aquel tiempo tenía fracturada. A causa de la helada de invierno, el dolor
fue agudo y angustioso, el dolor fue el mismo de antes. Escasas se le escaparon
las lágrimas al ver la imagen de Inuma en Tamara. Recordó el día que le
llegaron las noticias de que la temerosa estudiante de teología había
desaparecido y la buscaban por todas partes. Se acordó de cómo él se había
arrojado por la ventana de su cuarto en Eden House y había caído en la vastedad
de la nada, en el completo olvido, inoperante como un vil hombre sin pasado y
sin destino. Todo se volvió humo mostaza. Inuma había desaparecido por voluntad
propia.
Tamara sonrió, se le acercó
para acariciarle la nariz, y le dijo con una voz tenue, marchita y por primera
vez cariñosa:
—Disculpa, no fue mi
intención lastimarte. Sólo quería que me pusieras atención. Estoy aburrida.
(Un capítulo de La cuestión del mal (novela inédita de León Leiva Gallardo)