sábado, 4 de junio de 2022

Especulaciones del alma en la obra de Ricardo Manuel Díaz

 


Ricardo Manuel Díaz (Guantánamo, Cuba)  Estudió arquitectura y diseño en la Universidad de Illinois en Chicago. En los 80 inició a concentrarse en las artes plásticas, culminando sus estudios en Versalles, Francia. Radicado en Chicago por muchos años, Ricardo Manuel Díaz, pronto se convirtió en uno de los más importantes pintores y escultores latinoamericanos del MedioOeste de los Estados Unidos.

(Este artículo fue publicado originalmente en la Revista Contratiempo de Chicago en el 2003.) 

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Especulaciones del alma en la obra de Ricardo Manuel Díaz

                                  “...tengo alma, es cierto, pero también tengo inconsciente...”
                                                                                 Antonio Tabucchi, Réquiem

El personaje que expresa estas palabras también asevera que el inconsciente se contrae como un virus. Como también se importan tantas cosas que nos llegan del vasto universo de los signos y los símbolos: los organismos hiperreales que nos van invadiendo el alma, hasta tornarla en inconsciente que cede a corrientes y contracorrientes; cuestión que delatan los críticos de la cultura y el arte posmodernos, cuestión a la que Baudrillard tildó de simulación. El artista no es inmune. El creador posmoderno lucha contra las moscas cibernéticas que le rodean y persiguen. Pero como cualquier otro hombre y mujer, muchas veces duerme con la boca abierta.

            Se sabe, pero muchas veces no se advierte, que detrás de toda obra de arte hay un ser humano cundido de sueños, verdades y necesidades parecidas a las que tienen los demás hombres y mujeres del mundo. La diferencia quizá sea que el arte es un lenguage especial para los que no pueden articular lo que piensan y sienten, los que no pueden explicarse el mundo con signos comunes. El dolor entonces se expresa con punto, línea y color. De tal manera advertimos que lo aparentemente ininteligible del arte no es sino una ordenación (o un orden) de convenciones y esquemas sociales en constante dialética con la imaginación: con la memoria.


Lo abstracto: espéculo de la memoria

Toda experiencia dolorosa se vuelve peripecia para el que la vive ante el espejo oscuro del alma. Desde la era de la presa rupestre de Altamira hasta el presente nuestro del objeto ausente en la escultura de luz del arte posmoderno, el creador es el mismo hombre o mujer que trata de conjugar las posibilidades del ser. Ser, para no simplemente estar.

Ser es recordar el futuro, y sólo el arte y la filosofía pueden pretender hacer tal imposible. La filosofía por un lado es un arte desmitificador; el arte abstracto por el otro es una suerte de pensamiento especulativo. Procuro la distinción para usar el término especulación en el sentido etimológico. Especulación: intuición visionaria, modo primordial de percibir la realidad. El arte abstracto es la adivinación de un modo de no ver. No ver, sino ser con la ausencia de significados compartidos: de la manera en que el hombre y la mujer primordiales eran con el mundo. Cuando todo era yo. Ricardo Manuel Díaz lo expresa diciendo que “todo gran arte sale de la oscuridad y el vacío de la panza y de la memoria de cuando esa panza se arrastraba sobre el suelo”. De esa manera pone en el mismo plano tanto lo actual e inmediato como lo ancestral.


Lo particular

A la pintura abstracta se le asocia con lo espiritual. El objeto desparece o desvanece para que se realice la unidad del creador con el universo. Estas son las ascuas del crisol que encendieron Kandinsky y Mondrian. Pero lo que alguna vez fue un atentado contra el logos y contra lo meramente representativo, con el tiempo, quizá se haya vuelto un mero esquema. No hay duda que a muchos pintores de la actualidad les interesan más los aspectos formales de este modo de ver y evitan los significados y lo afectivo, para crear una obra desataviada de signos y símbolos de la dura realidad.

Lo notable en la obra de Ricardo Díaz es la presencia de un peso afectivo; además que no ejecuta la abstracción absoluta, sino lo que se conoce como abstracción figurativa. Su obra tiene una gran influencia del expresionismo alemán de comienzos de siglo XX (de donde partiera Kandinsky), con la variante de la economía del color. En sus pinturas y estudios abundan los grises, y afirma que en su visión de arte, el gris es un color propiamente y no una intensidad entre el blanco y el negro. Esto es muy significativo ya que este matiz es el término neutral-medio del espectro cromático. El gris es el color de la aparición o la desaparición. Las figuras humanas, y tambien los objetos, en la obra de Díaz están ya a punto de aparecer. Él sabe que todo lo que está por aparecer, también puede facílmente desaparecer.

Lo que también es curioso con respecto a la preferencia por lo gris o lo grisáceo o la opacidad es que, de alguna manera desimulada, insinúa lo contrario a la neutralidad; es decir, el forcejeo entre la oscuridad y la luz: entre el encierro y la libertad. En su obra pictórica y escultórica abundan las figuras humanas maniatadas, muchas de cuales parecen más muertas que vivas, dando la impresión de que ya es muy tarde para cualquier intervención. Esto es lo que atribuye a su obra un tono de desesperanza, el peso afectivo al que me referí anteriormente.



Una mosca en boca abierta

Por otra parte, quizá este mundo descolorido sea el medio que mejor defina la quietud profunda[i], lo que Díaz considera ser el momento crítico cuando se debe expresar algo sobre la existencia y su vida en particular. Esto es el aspecto legítimo que tiene todo arte.

Pero donde se interviene la simulación en todo arte posmoderno es en el hecho mismo de evitar lo crudamente figurativo o representativo. Se cede a un lenguaje cifrado que hace referencia a otros lenguajes y por muy legítimas que sean las ideas y emociones que producen las obras, terminan diluidas en una poética visual y una visión de mundo.

La lucha de todo artista plástico contemporáneo es romper con las camisas de fuerza que impone ese universo de signos y símbolos. Los artistas contemporáneos están, irónicamente, menos solos que los del comienzo de siglo. Además de que los persiguen las moscas del mercado de ideas y sentimientos también los acompaña el estar conscientes de que “hablan en lenguas”, de que sus obras no representan una realidad interior que los agobia, sino que ellos mismos, en su virulento ser, han llegado a representar una ocupación que antes era una condición humana, pero que ahora es solamente un simulacro.

Es ahí donde viene la noción de estar entre el alma y el inconsciente. Entre la relación mítica con el medio entorno y la mecanizada reacción a los experimentos sociales.

Cuando el personaje de Tabucchi dice que también tiene inconsciente, está reconociendo que él es producto de la posmodernidad, que ha dejado de ser un alma en pena, para ser una pieza del psicoanális, aun en pena. De la misma manera para Ricardo Manuel Díaz, la especulación —la intuición visionaria, la visión del mundo en un lenguaje mítico que él pretende—, sufre una invasión viral que intenta apropiarse de su ideario. Como lo expresó, su constante lucha es romper con la maraña que intenta maniatar su yo, la lucha contra el simulacro.

                                                                       León Leiva Gallardo
                                                                        Chicago, 2003



[i] Título de la exposición realizada en el Instituto Cervantes de Chicago en 1998.


sábado, 29 de enero de 2022

Los hijos de Lamec

Mira que el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros
al conocer lo bueno y lo malo...

                                    GÉNESIS 3:22


Qué difícil es recordar. Los recuerdos más profundos están en el mismo lugar donde se guardan las penas. Por eso cada recuerdo trae consigo su respectivo sentimiento. Por eso es raro recordar sin sentir, aunque a veces se sienta sin recordar.

    Un rostro conocido entonces suscita sentimientos. Cuando lo vimos entrar a La Posada, esa noche de abril, sentimos que sus pasos traían caminos recorridos. Cuando vimos su piel pálida y sus siempre amarillentas retinas, sentimos la misma pena que nos había colmado el día en que lo corrieron de la casa, por mal agradecido, por vago, por suicida. Después de las hincadas del veneno, después de los sermones, después que le dijeran tísico sinvergüenza, Arsenio se tiró al mar y metió su cara contra las piedras del viejo del malecón. Cuando salió sonriendo, empapado de agua y de sangre, no supimos qué hacer ni qué decir. Se había cortado la frente, las cejas, la nariz, los labios, los pómulos, y Arsenio sonreía, como si le pareciera gracia. Pero nosotros sabíamos que no había sido una gracia, como no había sido gracia tampoco el tirarse del carro aquel Jueves Santo.

    Por eso, en la noche de abril, cuando lo vimos entrar a La Posada, cuando se sentó enfrente y nos dijo que si nos acordábamos de él, y cuando le contestamos que no, por lo incómodo que era recordarlo, entonces, cuando ya comprendíamos mejor que todos sus accidentes habían sido en verdad intentos de suicidio y comprendíamos mejor que nunca había sido un mal agradecido, ni un vago, ni un sinvergüenza, sino que solamente un huérfano suicida, cuando por todo eso, en esa noche de abril, lo despreciamos de nuevo con las simples respuestas condescendientes que se le dan a alguien que sólo quiere probarnos, Arsenio se dio cuenta que las cosas no habían cambiado, y de la misma manera lenta que entró y se sentó, de la misma manera se levantó y se marchó, dejándonos un sabor tibio y amargo entre los dientes y la lengua. Pues fue más fácil despreciarlo de nuevo que haberle pedido perdón por algo que no entendíamos del todo. Aunque esa noche nos dimos cuenta que la culpa es parte de la misma ascendencia, como lo es la sepa, el orgullo y todo lo que se siente y se posee.

  Cuando lo vimos dar la vuelta a la esquina, esa noche de abril, no nos pudimos ver a los ojos, porque en ellos encontraríamos lo que no queríamos saber. Mi hermano Jabal y yo nos levantamos lentamente también, como siguiendo un camino, y salimos de La Posada en dirección opuesta, lejos de los caminos recorridos por Arsenio, de los intentos fallidos del bastardo, como le decíamos.

    A lo lejos, en la calle desolada, se escuchaban los pasos en las paredes de las casas. En el fondo de la conciencia, como la cabeza de un muerto, pesaba la pena contra el pecho. Mi hermano y yo, un solo de pasos idénticos, huíamos en silencio. La maldad se iba anidando muy adentro. Éramos jóvenes entonces y la maldad apenas comenzaba, como comienza todo, con algo de inocencia, mas sin dejar de ser bajeza.

Es abril y siento, cruel, que un solo sentimiento cunde mi alma. Abril repite el mismo viento de cuaresma. Desde esta soledad, sin la sombra que se acompañaba de mí, lo recuerdo todo, poco a poco todo: así llega la sentencia.

    Era el mismo lugar de siempre, todo alrededor una insinuación, la música lejana, las figuras inciertas, el acecho de temor en la garganta. Entonces estaba picando el hielo, mis manos, el aserrín y la mujer que lo había pedido dando una vuelta: mi mano izquierda se me durmió de frío, de dolor la derecha. Era abril y cruel soplaba el viento de cuaresma. Gracias dijo la mujer, dando más vueltas y, ya ni se te puede hablar, y entre dientes, fariseo de mierda.

    Sentado en la mesa, las hincadas del hielo todavía en la conciencia. De nuevo pensé en el dolor que todavía recordaba. Cómo aquella tarde de abril también, pero en mi infancia, lo vi abrir las persianas, abrir la valija, la boca en un bostezo, y mi envidia. Porque había traído a mi padre una mejor ofrenda, unas manos repletas de humildad: maldito seas guanaco, mirá cómo te ven los ojos del becerro con que hicieron esa valija de cuero, y salir corriendo vestido de marino, de birrete blanco.

    Jubal y Jabal, vengan para acá, mi padre a través de sus bifocales, pórtense bien con Arsenio, que ahora él es como de la familia.

    Desde entonces yo me porté bien, porque desde entonces intuía bien. Fue mi sombra, mi piel, el mayor, Jabal, el que se portó mal. O recuerdo mal. Si no recuerdo mal, Arsenio payulo no decía malas palabras, Arsenio el pecoso no desobedecía; pero a veces me quedaba viendo con ira que ni él mismo comprendía. Solamente no nos queríamos, solamente éramos enemigos, sin decirle a mi padre. Así fue como se empezaron a perder las cosas que Jabal le metía en la valija, la ropa usada que le habían regalado y que Jabal, aquí te manda Arsenio, al ciego de la esquina. Así fue como empezó a toser y a escupir sangre sin que nadie más que nosotros lo descubriéramos. Así fue como Arsenio se volvió sinvergüenza y mal agradecido. Y entonces llegó el día del paseo y sentados en la cabina trasera del carro, la puerta se abrió sin Arsenio que la detuviera, guanaco travieso, charlatán, mal portado. Pero Arsenio no entendía y seguía portándose mal, hasta el día que se tragó una bolsa de Malatión y qué dolor en la panza don Lamec, qué dolor en la panza Jubal, hasta que Jabal se reía porque yo le decía que Arsenio era invencible, miralo como se ríe después que le pasan las cosas, miralo cómo se ríe, como los tontos cuando les pegan, como si no le doliera el dolor. Jabal se moría de la risa, mi sombra, mi piel, mi pobre Jabal.

    Por eso me duelen las manos de frío de hielo y aserrín, mientras la concubina me mira de reojo desde el mostrador y yo recuerdo a solas las cosas que han pasado como si pasaran hoy día de abril cuando el viento sopla más feo y pendenciero. Miro mis manos vacías, sin frío de hielo y aserrín la izquierda, sin el recuerdo del dolor del punzón en la derecha. Sólo mis manos vacías, sin nada que dar a nadie, mas inseguras y voluntariosas, como si tuvieran vida propia.

Es abril de nuevo y cruel recuerdo todo. He quedado solo, sin mi sombra y mi piel, he quedado vagando y a la vez en el mismo sitio porque también sufro del don de la ubicuidad. Desde este encierro recuerdo y cruel abril se pega a los cuerpos como un manto, como un sudario que cubrirá los rostros para siempre.

    No es fácil recordarlo, para eso tengo que escarbar muy hondo. Ahora desde mi encierro, cuando no hay nada más que hacer y después de haber recorrido tantos caminos, lo recuerdo. Sus pasos a lo lejos, su manera de acompañarse a solas, su fiel complicidad en todo lo que yo hacía, su soledad aliviada por la mía. La mía, que se vio agobiada cuando apareció, por primera vez, el otro, el bastardo, un día de abril, cuando apenas entendíamos lo que insinuaba; pero aun así sentíamos el desprecio, por su cara pálida y sus pestañas amarillas. El día de abril cuando le dije tísico por primera vez y cuando me lo creyeron porque convencí a Jabal a que mintiera y dijera que tosía a solas y escupía sangre a escondidas. Lo recuerdo asustado a mi hermano Jabal, el que robaba cigarros y los ponía en la valija de Arsenio, el que mentía, diciendo que Arsenio regalaba la comida y la ropa a los pordioseros porque no quería sobras, el que me obedecía a todo y en todo. Lo recuerdo. Lo recuerdo el día del paseo cuando Arsenio se tiró del carro y yo lo convencí que dijera que él mismo lo había empujado por accidente. A mi hermano Jabal, el que obediente calló la verdad por mucho tiempo, lo recuerdo. Lo recuerdo afligido el día que Arsenio se tiró al mar contra las piedras del viejo malecón, porque yo le había jurado que en el malecón había un boquete por la parte más seca, pero que para entrar tenía que hacerlo de picada como lo había hecho Jabal, mas con la diferencia que mi hermano sabía en qué momento cambiar de dirección para no chocar con las piedras. Lo recuerdo a mi hermano, afligido, porque también tuvo que decir que Arsenio se había tirado por gusto, como también por gusto, había tenido que decir, se tomó el Malatión.

    Lo recuerdo tan obediente, al que caminaba siempre a mi lado como la sombra, lo recuerdo paso a paso, día a día y año en año. Hasta el día en que me traicionó. La primera y última vez que me traicionó, esa noche de abril, también cruel, cuando al dar la vuelta a la esquina comenzamos a escuchar unos pasos que no eran los míos ni los suyos, sino los de Arsenio que nos había emboscado detrás de la iglesia, navaja en mano. Lo recuerdo a mi hermano, cobarde, que al ver la navaja confesó lo que no tenía que confesar. Mi hermano Jabal, que llorando procuró su vida, mientras que yo tuve que hincarme y pretender pedir perdón al bastardo que, confiado como siempre, descuidó su costado y mientras vacilaba en meterme la navaja o no, yo le ensarté el punzón del hielo por las costillas. Y, mientras tanto, mi hermano Jabal corría. Lo recuerdo tan bien, a mi pobre hermano que creyó que con correr se salvaba. Porque lo vieron correr después del grito de Arsenio, yo me limpiaba las manos con la verdad y le explicaba al policía que yo lo había matado y no mi hermano; y le insistía al otro policía que yo y no mi hermano que, asustado, había salido corriendo, que sólo yo, y no él, había matado a Arsenio. Lo recuerdo, lo recuerdo tan bien, esa noche de abril, cuando me esposaron hasta que no apareciera Jabal y cuando —aunque les insistía que había sido yo y no él— ellos más se convencían de que yo mentía, que yo mentía para salvar a mi hermano, y me cuestionaban y ponían en duda mi palabra, hasta que yo les contesté que si acaso yo era el guarda de mi hermano, esa noche de abril, cruel, lo recuerdo tan bien, a mi hermano, que cayó por cobarde esa misma madrugada cuando le aplicaron la ley de fuga.

    Desde este encierro lo recuerdo todo, aunque no es fácil recordarlo porque todavía queda algo de pesadilla. Desde este encierro todos mis caminos recorridos, todos los caminos que tarde o temprano encuentran su medida. Desde aquí calculo mi fuga y voy a esperar más a que la noche se alargue. Tanto he pasado que esta noche no va a ser la última, porque, aunque lo diga a solas sin la sombra de mi hermano, sigo siendo el mismo, el mismo de siempre, nada más que siento que con el pasar de los años, aquí, en el lugar de los recuerdos, en vez de haber penas puras y más penas, ahora sólo quedan tiempo y heridas. Porque tengo el alma encallada de heridas. Porque mi encierro es la verdad dicha a tiempo, porque mi encierro es el silencio, porque mi encierro es libertad.

                                                                 (León Leiva Gallardo)





sábado, 15 de enero de 2022

Gyllenhaal, más allá de Ferrante

 Olivia Colman en el film La hija oscura

Sabido es que, generalmente, el cine simplifica y a veces hasta mutila la literatura. Y bien, este no es el caso de La hija oscura (The Lost Daughter, 2021) de la debutante directora Maggie Gyllenhaal. La adaptación de la novela de Elena Ferrante, La Figlia Oscura (La hija oscura, 2006), en manos de Gyllenhaal es fiel en cuanto a trama; aunque la directora, quien escribió el guion, hizo algunos cambios de ambiente geográfico y cultural; pero más importante aún, contribuye enormemente con la complejidad psicológica de la protagonista. Y qué manera de debutar tras las cámaras de esta veterana actriz estadounidense. 

De antemano confieso que tuve que ver la película en dos sesiones, porque me sentí incomodado por el personaje de Leda y la tremenda actuación de Colman. No hay duda que esta es la intención de la directora, cimbrar conciencia de algo que pasa desapercibido por tenerse como natural: la crianza de los hijos e hijas como deber exclusivo de la mujer. Pero mi incomodidad no se debe a la idea de la liberación, sino a las desbordantes, insensatas y hasta agresivas reacciones del personaje principal al ser invadida por sus recuerdos y complejos (su cleptomanía). Como lo mencioné, Gyllenhaal lleva a este personaje mucho más allá de la inconformidad. Leda sufre un desdoblamiento que en la novela no se describe tal como se manifiesta en la película. El cine, incluso, más que el teatro, tiene la gran ventaja de la cámara ubicua para centrarse, sin mucha dificultad, en las mínimas fluctuaciones del rostro, las gesticulaciones. No que la narrativa carezca de esta facultad de describir hasta el más diminuto gesto, sino que, como lo dije, Ferrante no se detiene en ese tipo de puntillismo psicológico.

Elena Ferrante es una nata contadora de historias, no es escritora de literatura difícil, pero sí maneja las ambivalencias y las connotaciones con suprema economía del lenguaje. El abandono de las hijas en la novela es descrito como un acontecer planificado, por una mujer culta en busca no sólo de independencia profesional, sino también de liberación como mujer, punto; sin entrar en muchos detalles emocionales o intimistas. Quien lea la novela buscando a la Leda de la película, se va a llevar la sorpresa de encontrarse con una persona descomplicada quien toma decisiones pese a las consecuencias. Para ilustrar el ingenio narrativo de Ferrante, en una parte crucial, la narradora (en primera persona, o sea Leda), luego de explicar cómo se fue desesperando por el constante neciar de su hija Bianca, comienza a describir el juego de la muñeca embarazada, a sacarle el agua negra del estómago y descubre que estaba preñada de un gusano de arena. En cuanto a metonimia, mejor imposible. El abandono de sus hijas se debió a su desilusión, como lo explica, al descubrimiento libertador de que no había nada sublime en el acto de dar a luz y menos en el deber de criar a sus hijas.

Gyllenhaal retoma estos efectos “prosaicos” y los lleva a la pantalla grande, no como los describe Ferrante, sino como los describiría Virginia Woolf o Clarice Lispector (maestras de la narrativa poética). He ahí el gran aporte al desarrollo del personaje de Leda de Gyllenhaal. También, debo mencionar, y esto es importante. La novela se centra más en la dinámica familiar entre Leda y sus hijas y de cómo poco a poco anegan sus objetivos como profesional y como mujer cual ser íntegro, más allá de las asignaciones maternas que le impone la sociedad. En la película, como es obvio, la cámara persigue a Leda, la ausculta, la analiza, hasta verla desbordarse ya sea en lágrimas de frustración o en arrebatos que sacan el agua negra que lleva por dentro. En la novela vemos más a Leda joven y liberada tomando decisiones; en la película tenemos a Leda en la madurez y acosada por instancias de arrepentimiento. Porque la cuestión de la mujer madre ante la mujer totalmente libre no se resuelve (como no se resuelve en la vida).

Siguiendo por la misma veta, la que nos aproxima a la factura del personaje por medio de efectos poéticos, es imprescindible en la película (en la novela no se alude) la referencia directa al mito de Leda y el cisne, a través del poema de Yeats del mismo nombre. Aquí se evidencia el magisterio de la composición, cuando Gyllenhaal añade la escena en que Harding y Leda hablan de su nombre, y Harding le recita parte del soneto en italiano (Leda es profesora y traductora de literatura). La analogía es inevitable Harding es, en ese momento de rendición para Leda, un dios vestido de profesor y no tarda mucho en “violar” a Leda. Magnífica la disposición de lecturas. En el soneto de Yeats, Leda más que violada, es seducida. Asimismo, en la trama de la película, Leda prácticamente se le entrega, apasionada tanto por el arte como por la personalidad. Un análisis más invasivo nos lleva al mito y nos recuerda que Leda tuvo dos vástagos, Pólux y Helena (nótese que la hija de Nina de llama Elena). De manera que Leda mítica fue madre por la violación de Zeus, léase una imposición del patriarca mayor. Es interesante, de pronto hasta oportunista de mi parte, traer a colación las reclamaciones de las feministas radicales que consideran toda intervención autoritaria como violación (“El violador eres tú”, reza el himno). No me parece una hipérbole o un estado de histeria (mala palabra), de ninguna manera, el hecho que una mujer se sienta violada tanto por los hombres como por las instituciones, comenzando con el sagrado matrimonio (cuya etimología remite a la matriz). 

Acaso Leda no rechaza, tanto en la novela como en la película, su condición de matriz de por vida. Acaso no queda más que insinuado el hecho que la crianza de los hijos e hijas debe ser de ambos progenitores o de la pareja. Leda no abandonó a sus hijas, las dejó con su padre y luego él las llevó con los parientes de Leda. Bien sabemos que al patriarca no se le ve atormentado sólo por el abandono o la separación de las hijas, sino porque Leda lo deja. Nótese que la figura del hombre tanto en Ferrante como en Gyllenhaal es lastimera. En la novela, Leda lo dice abiertamente, que siente lástima por lo infantil que son los hombres al demostrar su hombría.

Reitero lo de la anatomía, el origen de la palabra matrimonio: matriz. Ese vínculo anatómico es lo que punza en el vientre de Leda al final de la película. Sus hijas sobrevivieron y de pronto hasta superaron dicho abandono, mas Leda quedó herida y penitente, aunque sonría y pretenda estar bien, su vida fue partida en dos —madre o mujer—, y en esta interpretación del mito no existe reconciliación.

                                                                        (León Leiva Gallardo) 


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