sábado, 26 de julio de 2025

La absurda historia del iluso escribidor y el hombre de las palomas

 

Todo comenzó en un parque. Ni siquiera daban de comer a las palomas. Qué costaba llevar las sobras del pan de las insufribles fiestas privadas, qué costaba desmenuzarlas y arrojarlas a la deriva, qué costaba la bolsa de papel manila llena de mendrugos, qué costaba el gesto noble de extender las manos, esparcir los dedos y dejar caer las migas, las palabras mitigadoras del desaliento. Cómo habrían aleteado aquellas aves pordioseras, cómo habrían rodeado las bancas con sus delicados picoteos. Pero la verdad era otra. Por ese parque no volaba ni una sola avecilla; a esas dos bancas opuestas no llegaban sino sombras que alternaban en los espacios desocupados de los escribidores.


Se reunían en el parque abandonado de la ciudad, hombres y mujeres de baja estatura, de aspectos desesperanzados, pero necios, necios, como los enamorados malqueridos. Se sentaban en las bancas opuestas, adoptando poses que indicaban más indisposición que acomodo, mientras uno de ellos, quizá el menos adusto, pensaba en darle de comer a las palomas. Ah, las piernas cruzadas, sosteniendo manos inadaptadas al oficio, manos esposadas, manos empuñadas, manos afectadas y por supuesto, por supuesto, manos maniatadas por los cordeles indiscernibles que subían y bajaban al compás de movimientos ajenos. Ah, las gesticulaciones —el aire puro no fluía por esas planicies— cómo confundían lo histriónico con la histeria, cómo confundían lo oral con lo bucal. Discutían sus tropiezos hasta que sus lenguas llegaban a sentir el amargo aliento de lo absurdo, y entonces sí callaban, recatando un poco los designios de la palabra aburrida. Porque el mal del tiempo era el aburrimiento; no era ni siquiera el ocio, era el legendario aburrimiento que había llegado a dominar el homunculus que todos llevaban dentro, algunos no muy dentro, del infame ser, si es que se puede llamar ser a lo que es más estar.

     Llegaba uno con un pergamino, llegaba otro con tablas, otra aparecía con papiros y alguna con pieles no muy curadas. Pues en ese entonces del futuro no conocían la palabra hablada, la palabra hablada se había perdido, y cuando hacía algún intento esporádico, era traicionada por las faltas de la memoria. Ah, la tinta china, el carbón, hasta el esferográfico. Ah, el cincel, el buril, la pluma del fénix, el pirógrafo, y algunos, hasta sangre con uñas, con garras, con pezuñas del Ángel. Pero siempre, siempre, con los símbolos rupestres, con los jeroglíficos piramidales, con las cuneiformes, fenicias, las árabes, las griegas, las latinas y algunos soñadores con las abisinias…

     El espacio se reducía al rectángulo insinuado por las bancas opuestas. El día se alargaba y el aire se volvía pesado sobre aquellos cuerpos febriles. El tiempo avanzaba, retrocedía, paraba y daba vueltas, sin encontrar sosiego. A veces un grito necio paraba el delirio, a veces una carcajada, un esputo, una ventosidad malograda; a veces un sollozo neurótico, un quejido umbilical, un desmembramiento masculino; algún apóstrofe irrelevante, alguna alusión impertinente o una pausa del azar que a veces interviene como si tuviera providencia. Pero luego se hilvanaba el croché con enredos semánticos, propios de mesas redondas.

     Porque aquélla era una mesa redonda, una mesa redonda y sin base, la cual se sostenía sobre las piernas endebles de los escribidores. Sobre sus piernas temblorosas de angustia se posaban las leyendas, los mitos, las canciones, los primeros pensamientos, primerizas metafísicas, las insinuaciones astronómicas, las gestas primogénitas. Sobre aquellos muslos atrofiados, sobre aquellos fémures lisiados, sobre aquellas médulas óseas enfermizas se presumía sostener el mundo de la palabra con todos sus géneros, con todas sus épocas, escuelas, movimientos y actitudes.

    Porque ellos estaban convencidos de que el mundo era gráfico, de origen simbólico y futuro literal. Eran seres bibliocéntricos, escépticos de todo lo que no tenía notas al pie de página. En fin, padecían de los síntomas del aburrimiento, la enfermedad que los hacía escribir, escribir y escribir hasta que sus manos quedaban entumidas, hasta que sus dedos perdían la sensibilidad, de padecer tanto repetido absurdo. Se habían vuelto expertos cogitadores: el cerebro inundado con el fluido dorsal, hidrocefálicos de tanto navegar por los estigios que desembocarían en la metáfora de algún cuerpo grisáceo, vasto y profundo.

     Estaban convencidos de que la palabra escrita coincidía con la verdad de sus delirios. Estaban convencidos de que todo nacía en la página. No aprehendían la palabra. Por eso la inventaban, la degeneraban, le atribuían méritos y desméritos; la clasificaban, la nominaban y la censuraban. Pero nunca, nunca, la pronunciaban. No había voz para la palabra. La palabra sólo se escribía, y se volvía a escribir. Millones de árboles de palabra escrita, y en ningún bosque se escuchaba una voz, una sola voz que cantara. En los bosques no se encontraba un solo fabulador que dijera, con la magia de la memoria, lo que los escribidores soñaban crear con sus símbolos ilusos.

     Así pasaron los calendarios de vigilia sin guerra, de veladas sin audiencia, hasta que llegó el día en que uno de los escribidores anunció que había encontrado la historia universal, ecuménica y perfecta, la historia jamás antes escrita, la historia que no comenzaría ni terminaría, y más importante que todo, la historia que no se escribiría. Porque él juraba que había encontrado la palabra. Entonces, los demás escribidores se alteraron, algunos se entristecieron, otros se indignaron, pero todos, todos, se inquietaron, interesados por la historia que no sería escrita por el autor. Así que hicieron la gran pregunta:

     —Si tú, el gran escribidor, no escribirás la historia, ¿cómo se habrá de difundir por el mundo?

     Con una sonrisa condescendiente, el gran escribidor se puso de pie y dijo:

     —La historia no se escribirá y punto. Dejaremos de escribir, dejaremos de hacer todo intento. De ahora en adelante se prohíbe escribir en este parque. El que escriba será desterrado para siempre.

     Los demás escribidores quedaron absortos ante la determinación con que el gran escribidor había hablado. Todos, aunque algunos en desacuerdo, fueron sujetos por la fuerza de voluntad, por la voz. Una mujer hizo un intento por levantarse, pero una mano autoritaria la atrapó por su clavícula y la disuadió:

—El que se levante y decida irse del parque, no vuelve...

     —¿Quién va a divulgar esa gran historia? — preguntó la mujer, llena de ira.

     —¿De qué tratará la historia? — preguntó otro incrédulo, mientras otros apenas sentían el alivio de no tener que hacer más intentos desperdiciados.

    —La historia no tendrá un tema central, no tendrá un protagonista, no tendrá un estilo único, no tendrá lugar en un espacio dado ni en un tiempo determinado por el hablante...

—Pero ¿quién la contará?

    —Yo la contaré, tú la contarás, él la contará, ella la contará, nosotros la contaremos, ustedes la contarán, ellos la contarán, ellas la contarán.

—¿Qué contaremos?

—Contaremos todo.

—¿Todo?

—Todo.

—¿Y cuándo comenzamos?

     —Ya comenzamos, comenzamos cuando ninguno de ustedes decidió abandonar el parque.

—¡Pero si no hemos contado nada!

    —De ahora en adelante, todo lo que hablemos será parte de la historia.

—¿Todo?

—¡Todo!

—Esto es absurdo.

—Más absurdo es lo que parece lógico.

—Pero ¿no habrá ningún orden, ningún comienzo?

—¿Y quién va a recordar todo lo dicho por todos?

—Se contará lo que venga a la memoria...

—Pero ¿de qué nos servirá este juego...?

—Por lo menos será menos inútil que lo escrito.

—¡Qué ridículo es todo esto!

     —Más ridículo es todo lo escrito para el que no sabe leer, para el que no puede leer, para el que detesta leer.

     —¿Cuál será el propósito, y cómo sabremos si lo que contamos será apreciado?

     —Lo sabremos cuando el parque se llene de hombres y mujeres que cuenten la historia de todo.

—Nadie nos seguirá.

    —Bien sabemos que en este mundo hay seguidores hasta para falsos ciegos, sordos, profetas...

—Te estás burlando de nosotros.

—Yo también contaré la historia.

—Te burlas de ti mismo también, te has vuelto un cínico.

—Ya no seremos escribidores, seremos hablantes.

     —Probemos este albedrío, tal vez de ello sale algo bueno para ser escrito después...

—Que ya no se hable de la palabra escrita.

—Pero...

—Que ya no se hable de la palabra escrita, he dicho.

—Está bien.

—¿De acuerdo?

—De acuerdo.

     Se dieron las manos los escribidores y acordaron el pacto verbal.


Dos días después, inquietos por la espera de alguien a quién contarle la historia, vieron caminar a una mujer que llevaba una bolsa de papel Manila en la mano izquierda. El gran escribidor se levantó y dijo:

    —Tú, que tienes la mejor voz. Ve y comienza a contarle la historia.

    Caminó el joven escribidor y al acercarse a la mujer empezó a mover los labios sin emitir ningún sonido. Los demás quedaron perplejos y lo llamaron. El joven regresó decepcionado.

—¿Qué pasó que no escuchamos nada?

—La mujer es sorda.

    —¿Y por eso simulaste hablar, ¿cómo sabes que es sorda, te lo dijo? ¿cómo sabes?

—No tiene lengua. Nació sin lengua.

—¿Cómo sabes?

El joven escribidor bajó la cabeza y casi llorando confesó:

—Ella es mi madre.

—¿Por qué no nos dijiste?, ¿quién te crio entonces?

—Me criaron en un circo.

     —Con razón no puedes escribir, de tu madre heredaste la palabra sorda.

—Pero ¿cómo es eso de que es sorda porque no tiene lengua?

—Estás confundiendo causa con efecto. Pero no importa, te comprendemos, ahora comprendemos mejor tu desventaja.

     Después del primer intento, los escribidores quedaron sumidos en su respectiva soledad, sin mencionar más lo ocurrido. Pero dos días después apareció un viejo por la entrada del parque. En su mano izquierda llevaba una bolsa de papel Manila. El gran escribidor se levantó esperanzado y dijo:

     —Tú, que eres el más visionario. Ve y empieza a contar la historia.

     El escribidor visionario caminó entusiasmado hacia la entrada del parque y se anunció grandilocuentemente. El viejo levantó un bastón que llevaba en la mano derecha. Y el escribidor dio vuelta, levantado sus hombros, vacilante. Los demás lo llamaron y le preguntaron:

—¿Por qué no le contaste algo?

—Es un ciego.

—¿Qué?

—Es un ciego...

     Una carcajada de un incrédulo interrumpió el espesor del aire, entonces el gran escribidor dijo:

—¿Qué importa que sea ciego?, puede escucharte.

     —Me dijo que no imagina las cosas que él no ha tocado o sentido, y que él ha tocado y sentido poco porque es muy pobre, que sus padres eran muy pobres...

—¿Y lo que ha olfateado y escuchado?

     —Se crio en un asilo donde apenas lo alimentaban, encerrado con otros ciegos.

     —¡Qué ridículo! Primero una sorda, ahora un ciego, — comentó otro incrédulo burlonamente.

     Tres días después, desesperados, esperando a que llegara alguien a quien contarle la historia, estuvieron a punto de fugarse los incrédulos. Pero a tiempo vieron llegar a un hombre joven que saltaba, bailando, con una bolsa de papel Manila en la mano izquierda. Entonces el gran escribidor se levantó y dijo:


     —Tú, que eres el más sabio. Ve y empieza a contar la historia. Un escribidor entrado en años caminó lerdamente hacia donde estaba el hombre que seguía saltando. Cuando el escribidor mencionó la primera palabra, el hombre lo miró con ira y le dijo:

     —No me interrumpas, no ves que estoy dándole de comer a las palomas.

     —¿Qué palomas? ¡Cuándo has visto palomas de noche? Las palomas sólo vienen en el día.

—Es de día.

—¡Cuándo has visto que el día es oscuro?

—¡Es de día!

     El sabio escribidor se dio cuenta de la condición del hombre, y tomándolo del brazo le pidió que lo acompañara. El hombre, asustado, se negó.

—Ven. Te vamos a contar una historia.

—¿Una historia de palomas?

—No, una historia de todo.

     —Yo quiero una historia de palomas, porque yo le doy de comer a las palomas.

—Nuestra historia es mejor...

—Si no es de palomas, no voy.

El sabio escribidor pensó por un momento y después dijo:

     —De acuerdo. Si vienes conmigo y te sientas con nosotros, sin hablar, y recuerda que te digo, sin hablar, entonces yo te contaré una historia de palomas...

     —¿Una historia de palomas blancas y negras, pequeñas y bonitas, volando por todas partes...buscándome para que les dé de comer?

—Sí, hombre, ven.

     —¿De verdad, de verdad?, una historia de palomas blancas y negras, pequeñas y bonitas, volando por todas partes...

     —Ya, ya. No te entusiasmes tanto, y no hables, recuerda, no hables.

—Ah...

—No hables. Si no te callas, no te cuento la historia.

     —Está bien, está bien. Me voy a quedar calladito... para no espantar las palomitas, pensó en voz alta.

—Cállate.

El sabio escribidor convenció al hombre y lo llevó a las bancas opuestas, donde los demás esperaban ansiosos. Se sentaron juntos. El sabio, sujetándolo con fuerza por el brazo, para que no hablara, comenzó a contar la historia:

     Todo comenzó en un parque. Ni siquiera daban de comer a las palomas. Qué costaba llevar las sobras del pan de las insufribles fiestas privadas, qué costaba desmenuzarlo y arrojarlo a la deriva, qué costaba la bolsa de papel Manila llena de mendrugos, qué costaba el gesto noble de extender las manos, esparcir los dedos y dejar caer las migas, las palabras mitigadoras del desaliento. Cómo habrían aleteado aquellas aves pordioseras, cómo habrían rodeado las bancas con sus delicados picoteos. Pero la verdad era otra. Por ese parque no volaba ni un solo pajarraco; a esas dos bancas opuestas no llegaban sino sombras que alternaban en los espacios desocupados por los escribidores...

     Mientras tanto, el hombre ya estaba por explotar porque la historia ya no mencionaba las palomas. El sabio escribidor sumido en su relato continuaba:

     —...Se reunían en el parque abandonado de la ciudad, hombres y mujeres de baja estatura, de aspectos desesperanza- dos...

El hombre no aguantó más y se levantó, reclamando:

—¿Y las palomas?

     El sabio y el gran escribidor se quedaron mirando, haciendo comunión con el pensamiento; y el sabio escribidor, sujetando al rebelde por los hombros, lo sentó suavemente y le dijo:

     —Espera. No te muevas. Ya verás que después se habla de palomas. Espera callado a que termine la historia y escucharás hablar de palomas infinitamente.

     El hombre se calmó con los ojos vidriosos de alegría, y el sabio continuó:

     ... pero necios, necios, como los enamorados malqueri- dos. Se sentaban en las bancas opuestas, adoptando poses que mostraban más indisposición que acomodo; mientras uno de ellos, quizá el menos adusto, pensaba en darle de comer a las pa- lomas...

Cuando el rebelde escuchó lo último, se levantó enojado y dijo:

     —Yo no pienso en darle de comer a las palomas, yo les doy de comer a las palomas...

—Calla y escucha toda la historia, — dijo el gran escribidor.

Pero el hombre insistió:

—Si no hablan de palomas, no escucho...

—No podemos hablar sólo de palomas...

—Entonces ya me voy.

—¿Por qué?

—Tengo que darle de comer a las palomas.

—Espera, espera... ¿y la historia?

     —Tengo que darle de comer a las palomas. Aquí en esta bolsa de papel tengo la comida de las palomas blancas y negras, pequeñas y bonitas, volando por todas partes...

—Cálmate y escucha.

    —No escucho si no van conmigo a darle de comer a las palomas.

—No hay palomas, es de noche.

—Es de día y hay palomas blancas y negras, pequeñas y boni...

—Cállate y escucha...

—Si no van conmigo, no escucho; si van conmigo, escucho. El sabio y el gran escribidor se quedaron mirando de nuevo, haciendo comunión con el pensamiento. Y el último dijo:

     —Está bien, vamos contigo. Pero prométenos que vas a escuchar la historia.

     —Prométanme ustedes que van a cantar conmigo la canción de las palomas.

—¿Qué canción?

     Palomas blancas y negras, pequeñas y bonitas, volando por todas partes...

—¿Esa es la canción?

—Sí. ¿Quieren que la cante de nuevo?

—No, no...

—Si no la cantan conmigo, no escucho la historia.

—Pero...

—Entonces ya me voy.

—Está bien, está bien. ¿Cómo es que va?

     —Palomas blancas y negras, pequeñas y bonitas, volando por todas partes…

Y todos juntos, los escribidores y el hombre la cantaron:

Palomas blancas y negras,
pequeñas y bonitas,
volando por todas partes...

Cuando se la aprendieron todos, el hombre dijo:

—Ahora, vamos a darle de comer a las palomas y cantamos.

—Estás loco, —dijo el más incrédulo.

     Entonces acaeció un silencio viscoso en el resto del grupo. Después de unos instantes de suspenso, el hombre sonrió mecánicamente y les dijo:

     —Locos están ustedes que dicen que es de noche y que no hay palomas, y que quieren que escuche esa historia aburrida de unos tontos que escriben en un parque como éste. Den de comer a las palomas si quieren que los siga.

     —Pero si te hacemos caso, no vamos a poder contarte la historia. ¿Cuándo vas a escucharnos?

     —Cuando le estemos dando de comer a las palomas, después de la canción, ustedes me cuentan la historia.

—¿De verdad?

—Sí, sí.

—Bien. ¿Dónde están las palomas?

     —Allá. ¿No las ven que andan volando, buscándome, porque todos los días les doy de comer... síganme?

     Los escribidores se levantaron y, aunque renuentemente, siguieron al hombre de las palomas. Mientras caminaban, el sabio se acercó y en voz baja preguntó al gran escribidor:

—¿Y ahora qué?

     —Sigamos la locura por ahora, —sugirió el gran escribidor, con malicia—, después lo convencemos de que también cuente la historia. Si éste se convence de la historia como se convenció de las palomas, tendremos a nuestro primer y fiel seguidor.

     —Pero, —intervino el sabio escribidor, —tengo que decirte algo, es que...

     —No te preocupes, nosotros lo curamos. Los locos son personas más realistas que muchos cuerdos

—Pero es que...

     —No preguntes más y síguelo, calla, que nos puede oír. Vamos a darle de comer a las palomas.

     De manera que todos caminaron detrás del hombre, y cuando este vio que en verdad lo seguían, empezó a cantar, y lo acompañaron:

Palomas blancas y negras,
pequeñas y bonitas,
volando por todas partes...


     Así repetían la canción y el ritual de levantar las manos en el aire, dejando caer las migas a la deriva. Hasta que el hombre de las palomas paró, diciendo que ya habían terminado. Entonces el gran escribidor preguntó:

—¿Y ahora qué?

El hombre lo quedó viendo, con lástima, y lo consintió:

     —Cuéntenme la historia. Después le damos más de comer a las palomas.

—¿Otra vez?

—Sí.

—Pero si ya comieron, ya se terminó el pan.

—Si quieren me voy...

—No, no, no. Está bien, ahora te vamos a contar la historia. Todos volvieron a las bancas opuestas y el sabio escribidor, esta vez con una sonrisa furtiva, reanudó su relato:

    —Todo comenzó en un parque. Ni siquiera le daban de comer a las palomas…

     Mientras el sabio escribidor seguía contando la historia, la sorda y el ciego pasaron, ambos con sus bolsas de papel Manila, y cantando entre risas:

Palomas blancas y negras
pequeñas y bonitas,
volando por todas partes...

     Al verlos y escucharlos cantar, el gran escribidor fijó su mirada en el joven escribidor y en el escribidor visionario. Al sentir la mirada, éstos voltearon la cara evasivamente. Pero el gran escribidor no dijo nada. No interrumpió el relato que, de todos modos, el sabio no pudo terminar de contar porque el hombre de las palomas de nuevo empezó a cantar, hasta que todo se volvió una algarabía.


     Al día siguiente. Después de comentar cómo el hombre de las palomas los había abandonado ya cuando casi iba a terminar la historia, la conversación del gran escribidor y el sabio escribidor se volvió llana y sincera y, al cabo de unos segundos de silencio y ponderación, el sabio le dijo con ternura:

—Tengo que decirte algo.

—¿Qué?

     —Quiero que nos comprendas como nosotros te comprendimos.

—Habla.

     —¿No te diste cuenta de que en el fondo todos te seguimos para no empezar las larguísimas discusiones, ésas que se tardan toda la noche? ¿No te diste cuenta de que había tres incrédulos y los otros tres que quedábamos a tu favor fuimos los que hablamos con la mujer, el viejo y el hombre de las palomas, y que nos inventamos las situaciones para engañarte piadosamente?

—Pero... y el joven escribidor... la sorda es su madre.

     —Eso es cierto y nos sirvió de apoyo para lo demás, pero... no es sorda, y tampoco el otro es ciego.

     —Entonces... ¿por qué me siguieron si no creían en mi historia,?

—Estábamos aburridos.

—¡Aburridos!

—Sí. Aburridos.

—¿Y el loco?

     —Ese no es ningún loco, ese es Febronio, el poeta, que se hace el loco porque ya no puede escribir...

—No te creo.

—Créeme.

—El hombre de las palomas, ¡Febronio!

     Después de un lapso de silencio y tristeza, el gran escribidor continuó:

—¿Y tu historia del parque?

—Es mi primer cuento.

—¡Tu primer cuento, si tú no eres cuentista, eres poeta!

¿Cómo puede ser?

—Pues, ya ves, aunque te sorprenda...

—¿Y cuándo lo escribiste?

—Lo acabo de terminar.

—¿De verdad? ¿cuándo?

—¡En este mismo instante!

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León Leiva Gallardo (Amapala, Honduras, 1962) Narrador y poeta. Autor de las novelas Guadalajara de noche (Tusquets Editores, 2006), La casa del cementerio (Tusquets Editores, 2008) y Profesor de humanidades (Nautilus Ediciones, 2023). Con la edición de El pordiosero y el dios (MediaIsla, 2017) reúne una selección de narrativa breve. De su obra poética figuran Breviario (Estampa Ediciones, 2014), Tríptico: tres lustros de poesía (MediaIsla Editores, 2015) y La última estación (Editorial Efímera-UNAH, 2023). En el 2019 recibió el Premio Poesía en abril de la Universidad DePaul de la ciudad de Chicago. Leiva Gallardo radica en Chicago, donde también se ha destacado como ensayista de temas literarios, arte y ópera, colaborando en las principales revistas culturales en español de la ciudad: Contratiempo y El Beisman. Su obra también se ha publicado en revistas internacionales como Plenamar (Rep. Dominicana), El escarabajo (El Salvador) y Revista Carátula (Nicaragua).



La absurda historia del iluso escribidor y el hombre de las palomas

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