Mucho antes del suceder de la noche, antes del mar en suspenso, antes de las tinieblas, el mundo tenía una sola dimensión y sucedió que era el vacío. En el vacío volvería a suceder el relámpago con su hacha de luz, partiendo el espejo del cenit y el nadir. Primero el surco del relámpago, luego el golpe del rayo, después el estertor del trueno. Así se formaría el horizonte y los cuatro rumbos del mundo. Así sucederían el Padre Único, el creador y el formador, los tres latidos del Corazón del Cielo: el alumbramiento del mundo.
Trece cuentas largas más allá de los inicios —después de los seres fallidos, los hombres de madera— en el Corazón del Cielo se imaginan dos espigas, una blanca y una amarilla. Las espigas se desnudan, se mezclan, se muelen, y comienzan a suceder las nueve sustancias que darían sangre, fuerza y tejido a la creación del hombre.
La creatura era de belleza terrenal, hechura del cielo, del relámpago que escinde la oscuridad con el golpe del rayo y estremece y alumbra el horizonte. La creatura era de tal belleza terrenal que llegó a opacar el Corazón del Cielo. El Corazón del Cielo, desde la oscuridad, sucede los vientos de Hurakán, aventando tinieblas en los ojos de su creación.
Luego llega a suceder que, al principio, los ojos de la creatura se nublan cual un espejo ante el aliento de un ser invisible.
Al principio, el ser de la mirada nublada, el Primer Padre, tenía cuatro caras, cuatro rumbos: uno rojo, uno negro, uno blanco y uno amarillo. Después de las tinieblas solamente habría de alzar su ensombrecido rostro hacia el firmamento, pues no habría de saber el dónde ni el adónde de la noche, ni el origen ni el fin de la misma. Alzaría su rostro, el Primer Padre, hacia el Corazón del Cielo y pediría a los creadores y los formadores que llegara el alba. Así sucedió que en el firmamento apareció la Estrella de la Mañana para avisarle, para advertirle al Primer Padre, que cerrara los ojos pues ya era hora que naciera la Estrella Mayor. Se ocultó el mundo de nuevo bajo su mirada hacia adentro, y al instante mismo llegó a sentir el pulsar de la vida: las nueve sustancias fluir por los ríos de su amanecido cuerpo, la fuerza encenderse en las yemas de sus enrarecidos dedos y la imaginación esclarecerse en su recién henchido corazón.
Trece cuentas largas más tarde, cuando abrió los ojos de nuevo, se sucedió en un nuevo mundo esclarecido. El Primer Padre estaba en medio de un extenso campo de espigas blancas y amarillas, en medio de una milpa inmensurable. Vegetales y altivas las espigas se alzaban hacia el lampo soleado y la dimensión infinita. El Primer Padre, vital y revivido, quiso dar un paso hacia adelante y palpar, oler y probar una de las espigas, pero al momento mismo del intento sintió que su mirada se dividía hacia los cuatro rumbos del universo. Mas no tuvo miedo. Sucedió con voluntad las nueve sustancias de su sangre, la fuerza de sus brazos y sus piernas, dando así el primer paso hacia la carne de su devenir.
El Primer Padre sucedió en los cuatro rumbos, su paso se multiplicó en cuatro y así surgieron, del surco del relámpago en la tierra: Balam Quitzé, Balam-Acab, Mahucutah e Iqui-Balam. Los primordiales ancestros. Nuestros primeros ancestros. Nacieron así Balam Quitzé, Balam-Acab, Mahucutah e Iqui-Balam, y escucharon, o imaginaron escuchar, la voz única del Primer Padre en sus adentros. El Primer Padre les decía, en el lenguaje de los dioses, que desde las tinieblas de su mirada había visto otro mundo, les dijo:
“Cuando cerré los ojos y rogaba al Corazón del Cielo que al fin llegara el alba, soñé que había nacido de las fauces de una inmensa serpiente y que me había quedado quieto por una cuenta larga, hasta que, ya tornado joven y fuerte, caí en un lugar acuoso y oscuro. Caí en el cenote de la tierra que se llama Xibalbá. En Xibalbá, en ese lugar frío y oscuro, en Xibalbá, lugar de la muerte, en una encrucijada de cuatro caminos, uno rojo, uno negro, uno blanco y uno amarillo, me enfrenté a nueve guerreros quienes me hacían por decapitar, con las hojas filosas de la obsidiana. Decapitar me querían los nueve guerreros con las hojas de la obsidiana. Pero sus intentos fueron inútiles para con mis fuertes brazos y mis piernas lijeras. De tal manera que tuve que seguir uno de los caminos, auyentado por otra voz más adentro que me decía que siguiera el camino negro, que era el de la vida.
“Seguí mi camino en busca de una Montaña Escondida, en busca del lugar del sustento, y en el curso de un río de sangre me encontré con nueve jóvenes desnudas. Al principió creí que eran sierpes aviesas de los ríos, pero después sentí cómo desnudaban mi cuerpo y lo untaban con las aguas enrojecidas del río de sangre. Aunque el mundo hondo de Xibalbá es oscuro y frío, el río de sangre y las nueve jóvenes desnudas eran tibias y puras. Las nueve jóvenes desnudas rociaron mi cuerpo con el agua tibia del río. Las nueve jóvenes desnudas purificaron la frialdad de Xibalbá y me ataviaron el cuello con diminutas esferas y cilindros de jade enverdecido y una pequeña concha nacarada: para que aprendiera a medir mis pasos, a contar mis días y a suceder mis movimientos hacia los lugares del mundo.
“Después, en el suceder del sueño, mi fin fue buscar la Montaña Escondida. Mi fin era encontrarme con los dioses remeros. Nueve dioses remeros me llevaron en sus canoas. Me ayudaron para que no anegara mi fin en las frías aguas de Xibalbá. Con sus canoas y sus remos me llevaron hasta que finalmente dimos con la Montaña Escondida. Una vez en el lugar indicado, caminé por la falda empinada y encontré el sitio del sustento. Mi fin era recoger espigas blancas y amarillas, y, como fin que era mío, las guardé en un cesto guarnecido en mi pecho. En el lugar del sustento sucedí a la Casa Levantada y a un ceibo, el Árbol Sagrado de los formadores. De regreso los dioses remeros me llevaron de regreso y me ayudaron a salir de las profundidades de la tierra de regreso.
“Mucho antes de despertar, por último, les digo a ustedes los primeros hombres, que apenas logré salir por la grieta estrecha de una cueva donde imaginé cráneos de luz maravillosa. Los cráneos daban luz y señal del mundo oculto y frío de Xibalbá. Así fue que al fin volví a nacer, como si hubiera vivido eternamente y hubiera salido del caparazón de un lagarto.
“Una vez de regreso en nuestro mundo, salieron a encontrarme dos reales jóvenes gemelos. Me dijeron que eran los héroes gemelos Hunahpu y Xbalanqué, enviados por Corazón del Cielo. Los dos me coronaron con hojas frescas de la mazorca, las espigas blancas y amarillas, y en el cesto contaron las desgranadas cuentas de variados colores, de todos los colores del mundo, las cuentas que ellos llamaban ‘las semillas del fruto’, y de las cuales me dijeron, ‘de las semillas del fruto estás formado y darás alimento a los hombres’. Esto me decían los héroes gemelos. Los héroes gemelos recitaban las palabras de los cielos y me repetían:
Creador del cosmos y la tierra, dador de alimento y alimento; alumbramiento sol y sustento, carne y sangre del hombre, espiga blanca y amarilla, en tu pecho llevas guardadas del fruto las sagradas semillas.
Creador del cosmos y la tierra tu nombre es Uno Maíz, Uno Maíz es tu nombre, porque eres el Padre Primero, ni más ni menos que el primero... aunque el cero es el vacío, aunque el vacío es el cero...
“Cuando desperté de tan maravilloso viaje, ya el sol estaba en su rumbo incandecente. Al abrir los ojos y salir del sueño que parecía eterno, el campo, donde ustedes ahoran respiran y caminan, ya estaba sembrado de las sagradas espigas blancas y amarillas. Así sucedió que di el primer paso hacia el día, porque sabía que todo aquello se había hecho como deben ser hechas todas las cosas buenas de este mundo.”
Estas palabras escucharon, o sucedieron escuchar, los primeros ancestros. Así decía la voz de Uno Maíz a nuestros primeros ancestros, quienes llegarían a ser obedientes y llegarían a venerar a sus dioses. De tal manera, de hechura de los dioses, poblaron la tierra y sus cuatro rumbos, y se dirigieron a los cuatro caminos: uno rojo, uno negro, uno blanco y uno amarillo. Así poblaron el mundo nuestros primeros ancestros, y del mismo fruto del cual estaban formados, del mismo fruto alimentaron a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Así también veneraron al Primer Padre, Uno Maíz, a quien llamaron Yum Kaax.
Con el transcurrir de las cuentas largas y otros trece baktunes, alejándose en memoria de sus ancestros, los Hombres de Maíz sucediéronse en muchas generaciones, hasta que llegaron a volverse olvidadizos. En su olvidadiza imaginación se les comenzó a engendrar la duda de que si todo el sueño de Uno Maíz, fuera solamente un sueño. Comenzaron a dudar nuestros Hombres de Maíz y comenzaron a sentirse también parte del sueño original de Yum Kaax, Uno Maíz. Así vino a ser que los hombres se fueron quedando con la mirada nublada, sin los surcos del relámpago, sin los golpes del rayo, sin los estertores del trueno, avisos lejanos del primordial mundo oscuro y vacío. Pues poco se imaginaban que ya habían transcurrido otros trece baktunes y se asomaba de nuevo el eterno ciclo de la sombra y la frialdad, designios del gran dios creador Hunab Ku, quien gesta con los tres latidos del Corazón del Cielo
Llega a suceder entonces que de esta hechura se forma y se transforma el Primer Padre, Uno Maíz: el dios de los frutos y el fruto de los dioses, el alimento de los hombres. Llega a suceder también que después de esta olvidada creación quedan en el presente inadvertidos todos los hombres de la tierra, nubladas sus miradas a la voluntad del eterno retorno.
(del libro El pordiosero y el dios de León Leiva Gallardo)