En el golfo de Fonseca
Juan Ramón Molina
Esa mañana había sido espléndida. Corría una brisa fresca y suave, impregnada ligeramente de yodo y salitre. Las aguas del mar tenían un color plomizo, e innumerables olillas se levantaban apenas, parecidas a las que se elevan en la superficie de un estanque, al caer las primeras gotas de una lluvia. A veces se reunían esas pequeñas olas, se hinchaban, parecían próximas a estallar; pero se sumergían luego debajo de las otras como si fueran uno de tantos monstruos cuyo dorso sobresale a intervalos en las ondulaciones de las aguas del mar. El cielo tenía un color lechoso, un color de ópalo, suavemente bañado de rosa.
En el oriente empezaba a ascender el sol; pero era un sol pálido, como visto a través de un vidrio opaco. Grandes resplandores partían de aquel foco luminoso, entre los que flotaban mil nubecillas ligeras, nacaradas, solas, impalpables, semejantes a copos de espuma o alas de ángel. Poco a poco una luz más intensa, más brillante fue disolviendo el rosado del cielo, y el sol, un sol magnífico, un sol de fuego, un sol de púrpura, aparecía en el espacio, que se transformó en bruñida bóveda de plata, en convexo espejo resplandeciente. El mar se tiñó de tonos azulados, y nuestra balandra, llevada antes a grandes golpes de remo, hinchó su vela latina y se deslizó como un gran cisne. En la popa, un marinero atezado fumaba tranquilamente, recibiendo los rayos del sol en el rostro.
Un delfín, oscuro y enorme, aparecía a proa, meciéndose con voluptuosidad. Luego otro. Después más, hasta formar un grupo que se sumergía de súbito, saliendo después a la superficie y alejándose con lentitud en el vaivén de las ondas. La balandra, después de ganar una punta, entró en los esteros, llenos de una agua tranquila, sin brillo, casi transparente. El viento, que antes aleteaba en la lona, plegó dulcemente las alas. Los remeros, inclinándose para adelante y para atrás, a un mismo tiempo, como movidos por un resorte, batían el agua, que se desgarraba, formaba pliegues rápidos, vórtices y borbollones de espuma efímera. Aquello tenía cierta armonía, estaba sujeto a un compás, era una extraña música que corría sordamente sobre las amargas aguas tranquilas. Dos pelícanos volaron sobre nuestras cabezas lanzando dos gritos roncos, que sonaron aislados, huecos, ásperos, quedando como suspendidos en la atmósfera seca.
Uno de ellos se precipiten el agua, produjo una explosión de gotas al chocar con ella, y voló de nuevo, llevando en el pico un pez, que brilló a la luz del sol como una ascua de oro. La balandra pasaba lentamente entre islotes poblados de manglares verdes, de un verde subido, lustroso, invariable. Al pie de los troncos se entrelazaba un bosque de raíces, de lianas, de restos vegetales, confundiéndose, amalgamándose y pudriéndose, para formar, con el eterno contacto del agua, un detritus negruzco y espeso, que se modifica en el verano, dando así asilo a las alimañas salvajes. Una bandada de palomas marinas pasó a lo lejos, cortando el horizonte.
En el fondo de aquella vegetación mórbida, en marcos de verdura, veíanse algunas garzas de color de nieve, estiradas, inmobles, como petrificadas sobre las ramas. En la copa de los manglares chillaban los loros, cantaban pájaros desconocidos, formando un concierto inarmónico, extraño, indefinible.
Presentíase que entre aquellas hojas, entre aquellos troncos, entre aquellas raíces; presentíase que sobre aquellas aguas, sobre aquel limo, sobre aquellas plantas, se agitaba una vida superabundante, magnífica y primitiva; una vida que hacía surgir de las aguas el sedimento, y del sedimento las raíces profundas, y de las raíces los manglares, y de los manglares las moscas zumbadoras de los trópicos, los insectos venenosos, armados de taladros invisibles, de sierras diminutas; y me pareció, por un momento, que aquel paisaje era de otros tiempos, de otras épocas lejanas, apenas sospechadas por los geólogos; y vi, en la imaginación, las primeras capas terrestres, los grandes helechos trémulos, los bosque de coníferas, poblados de cigarras y de grillos; adiviné la formación de nuestro planeta, las misteriosas incubaciones, los gérmenes ocultos de la vida; y un génesis profundo, sabio, inmortal, íntimo, supremo, llenó mi cerebro de luz y mi corazón de amor, haciéndome retroceder un millón de siglos, desvaneciéndome en el estremecimiento de una vida inmersa y bondadosa, hundiéndome en el océano de leche del Cosmos y obligándome a bendecir al Dios que arrojó el grano de arena al piélago marino, y el astro, otro grano de arena, al piélago infinito del vacío.