viernes, 31 de agosto de 2012

Entrevista a José Mármol, poeta dominicano

   


Jochy Herrera entrevista al poeta dominicano José Mármol (1960), figura central de la poesía dominicana contemporánea, ganador del XII Premio Casa de América de Poesía Americana de España.
 

José Mármol, XII Premio Casa de América de Poesía Americana
 
España galardona al dominicano con Lenguaje del mar, una atrevida fiesta nerudiana donde mar es la gran metáfora: hogar de la belleza, la ensoñación, la furia, la injusticia, el poder, y por supuesto, frontera última de la insularidad. En los poemas de este volumen los sentidos, y no sólo el pensar, protagonizan el texto; giro paradigmático de un autor florecido entre lo que el canon catalogó como “la poética del pensar”. Ejercicio donde la ética de la palabra sobreseía, y, por ende, redefinía, un impuesto propósito del poema. Mármol reconoce en los hermosísimos versos de este título que de no recurrir a la estética, negaría el clímax implícito y logrado por ambas: la libertad de la creación literaria, verdadero territorio que las define. Poeta y ensayista, autor de 25 libros, ganador de numerosos premios nacionales e internacionales, él es, sobre todo, el pensador que medita y responde, anticipando el diáfano poder de las palabras hechas poesía.

Dijiste, en referencia a la naturaleza de la relación lenguaje-sociedad-historia en la literatura hispanoamericana, que existía un desfasamiento entre los escritores y la realidad. ¿Cómo ves hoy tal separación?
 
—La literatura, en cuanto que fenómeno esencialmente producto de la articulación de una lengua-cultura, en un determinado momento, estará acicateada por las tensiones de articulación o desfase respecto de la pertinencia intrahistórica del hecho lingüístico y literario per se. Una determinada postura estética, concepción discursiva, empírica, translingüística o filosófica de la literatura, un poema, novela, cuento, drama o un ensayo, no pueden colocarse fuera de la historia, sin embargo, su misión será siempre la de trascender los límites gnoseológicos, políticos, ideológicos, individuales y sociales de la coyuntura que le ha visto nacer, pero siempre, a través del lenguaje, que es, como sugería Barthes, la problemática fundamental de la literatura.
 
Tras el derrumbamiento de los totalitarismos en los años 80, estos acontecimientos dieron lugar a un nuevo sujeto, a nuevos escenarios de la sociedad, a un nuevo lenguaje, y por tanto, a nuevas expresiones del arte, la literatura y la cultura que, bajo ningún pretexto, podían ser sometidos, porque no los resistirían, a los esquemas de análisis o facturación del texto creativo que tuvo lugar en décadas precedentes. El desfasamiento estribaba en que, a aquellos viejos moldes, las transformaciones se les fueron por delante. Hoy vemos la vitalidad de una literatura y arte latinoamericanos más a tono con el resto del mundo. La globalización del comercio y la planetarización de la cultura tienen un peso específico relevante en lo que se piensa, se escribe y se consume culturalmente. Lo importante, lo trascendente será, dejar una huella con acento propio en ese concierto universal.


—¿Qué es el mar?
 
—“El mar es una cosa que nunca tuvo nombre/ objeto que yo invento/ el mar son mis dos ojos” escribí en mi primer poemario, El ojo del arúspice. Martí lo redujo a unas palabras: “Muerto enorme”. Leopoldo Lugones lo retrata como algo “lleno de urgencias masculinas”. Octavio Paz, por su lado, además de descubrirle su “torso perezoso y lento”, lo encierra en un símbolo bellísimo: “el mar que muere y nace en un reflejo”. El dominicano Enrique Eusebio acertó una vez al dibujar sus olas con palabras como “ágiles palomas que nunca atinan al vuelo”, y así, tantas impresiones y definiciones desde Homero, Manuel Rueda y Paul Valéry, que convirtió esas aguas en insondable metáfora de un cementerio.
 
En mi condición de isleño, el mar adquiere una dimensión ontológica, y no sólo circunstancial o meramente cultural, que configura mi cosmología y cosmogonía particulares, órdenes que se instalan allí, en la palabra, en el poema. Además de poderosísima fuerza natural, inmenso espacio de biodiversidad, fuente de riqueza social y bellísimo paisaje, el mar es una inconmensurable metáfora de la vida y del mundo.

—Hace tres lustros dedicaste un volumen a la ética del poeta y la poética del pensar. ¿Cuál es su esencia hoy?
 
—A pesar de los avances del pensamiento y de la ciencia, que han dado lugar a la bioética y al descubrimiento del bosón de Higgs, que supone la explicación del Universo y, para otros, la anulación de Dios por efecto de una partícula, a mi modo de ver la ética del poeta sigue siendo la misma o exigiendo lo mismo: ética de la forma; es decir, del lenguaje como materia prima y razón de ser de la obra literaria. Forma que, al temprano y buen decir de Paz, es fondo. Se trata de la ética de la creación a partir del lenguaje como entidad simbólica, empresa que, sin estar fuera de la historia, sin dejar de lado los fenómenos ideológicos, políticos y sociales, no se reduce a ellos; sino que los trasciende como expresión de libertad del que enuncia una lengua. La forma, decía en Ética del poeta (1997), es la voz del pensamiento, y la ética es un estado de conciencia. Este dictado no desaparece, como la materia, sólo se transforma.

Javier Sicilia declaró la muerte de la poesía en su ser, Raúl Zurita, ese otro chileno sin par, tras publicar 800 páginas de poesía en Zurita (Ediciones UDP, 2011) afirmó que “gran parte de lo que entendemos por poesía refleja lo que llamamos experiencia interior, donde están solamente los ecos, pero no el sonido”. ¿Qué es poesía? ¿Qué hace a un poeta?
 
—La poesía es la más alta expresión estética de la lengua, en cuanto que significante mayor, en una cultura, en una sociedad y en un tiempo determinado. A partir de ahí podrías concebirla como el caracol nocturno en un rectángulo de agua, de Lezama Lima; la enfermedad contagiosa, peligrosa e incurable de Cervantes; o bien, un arma cargada de futuro, como la sintió Gabriel Celaya. Poesía es, en definitiva, poder simbólico del lenguaje. ¿Qué hace a un poeta? Reconocerse, ética y estilísticamente, como un animal simbólico; instrumento de la magia del lenguaje; un hacedor, en términos borgeanos, de pequeños mundos a través de la madeja rizomática en que se tejen el pensamiento y el sentimiento, en la materia del lenguaje. No muere la poesía. Fallecen, eso sí, o pierden vigencia ciertas concepciones, sobre todo las panfletarias y dogmáticas, de la poesía.

—En cuanto a la libertad de la creación literaria, territorio que en tu caso hace frontera con el ensayo, la prosa y el poema, ¿cómo logras batallar esos menesteres impuestos por la formalidad del canon?
 
—El pensamiento, las emociones y la palabra son una entidad granítica. Las ideas, las emociones no son suficientes para la facturación del poema, reclamaba Mallarmé con acierto. ¿Por qué? Porque el poema es, fundamentalmente, una entidad de palabras. Heráclito y Parménides expresaron la inmensidad de sus filosofías a través de dos poemas. Homero escribió en versos la gran proeza de la historia antigua. Mario Benedetti escribió El cumpleaños de Juan Ángel, una novela, en versos. Octavio Paz escribió un ensayo insuperable, El arco y la lira, que puede ser leído como un poema en prosa. Cito sólo algunos ejemplos en los que esa frontera a la que aludes se ha evaporado, se ha diluido; no existe. La retórica o la teoría del discurso fijan esas fronteras que algunos especialistas, Foucault o Barthes, por ejemplo, han llamado formaciones discursivas. Mi apuesta ha sido, más de una vez, la de trascender, en la práctica escritural, esas fronteras; superar esos obstáculos; lograr, simplemente, el sueño de Bataille: la superación verbal del mundo.

—¿Dónde anda el amor en estos días tristes de amor y guerra?
 
—El amor, como el odio, anda siempre por sus fueros. Están ahí, a un golpe de ojos; o bien, a un golpe de dados, del azar. Los tiempos de Brecht no han pasado, aquellos en los que “cantarle a un árbol es casi un crimen/ porque implica el silencio de tantas fechorías”. Están ahí, en las crónicas terrestres (y no marcianas) de los diarios que cuentan el dolor de las masacres en Siria o en Birmania; en el rostro perplejo de un niño hambriento, abandonado a su desdicha en África, Afganistán, la India, mi propio país o Haití; el odio y el amor están ahí, en el carácter de Matteo, el personaje solitario, central, de la novela de Susanna Tamaro, Para siempre; en la tierna muchacha Erzsébet, que por amor a su padre, le busca un refugio y venció el monstruo de la segunda gran guerra, en la novela Liberación de Sándor Márai; en el personaje de Javier Bardem, en Biutiful, donde el drama de la migración, mal del siglo XXI, se vive con ilusión y dolor; el amor y el odio están allí, en el sitio y la hora de la ira, como gritó acerca de la esperanza, en su Habanera, el poeta Ángel González; en el ontológico poema Paisaje con un merengue al fondo, del inmenso dominicano Franklin Mieses Burgos, porque “un hondo río de llanto tendrá que correr siempre/ para que no se extinga la sonrisa del mundo”. El amor, entonces, ese quebranto, el que habría de llegar aunque nunca se esperaba, ese, el que nos salva y nos hunde está ahí, en el sitio y el momento de la escritura y la vida.

—En aquél temprano poema Estación de invierno (1994) tu corazón latía al compás del pesar: Afuera, sin embargo, es noche honda y muerte, y mi estación no existe, y el tren no se detiene en su viaje al invierno. Casi veinte años después, en Lenguaje del mar apareces rendido frente al vuelo del mar: (…) el inmenso irrepetible, el mar alzado en vuelo lentitud del lastimado, alas que no pueden los azules levantar. ¿Cómo explicas que en ambos textos se revelen el dentro, los tormentos de nuestra interioridad, y la otredad, la paz que representa la entrega y el viaje de la vida?
 
—No sé si encuentre mejores palabras para contestar que las que has empleado para preguntar. En medio de tantos avatares, lo que nos mantiene vivos es, únicamente, ese aliento recobrado, ese suspiro que te ofrece la dimensión del poema, igual que al Sísifo del mítico Camus, que sólo se siente vivo cuando, castigado por Zeus, coloca la piedra en la cima y, al soltarla y empezar esta a descender de nuevo, para tener luego que volver a subirla, mira, desde la cúspide, hacia todo el entorno y se maravilla con el paisaje que contempla.
 
Somos, al fin y al cabo, esa combinación de tristeza y dulzura, que Vallejo encerró en una palabra mágica, Trilce, con la que cubrió los poemas más humanos que podamos leer en nuestra lengua. La otredad, ese destino, está en nuestro propio y único ser, el que padece y goza, el que vive y muere. Yo soy Sísifo, la montaña es la vida, la piedra el pensamiento y el mar, ese mar, es el paisaje que contemplo, que me habla y pone alas.

—Sin presagios, espera ni asomo, sin después ni quizás, ¿dónde está esa hermosa muchacha que cabalgaba tus latidos poniendo atardeceres en tu sangre?
 
—Esa muchacha es la poesía misma. Habita en el misterio del lenguaje. Ella monta, cristalina, la bestia de mis latidos y sigue, día tras día, asombrándome, haciéndome vibrar con imperecedera e innombrable hermosura.



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Jochy Herrera Escritor dominicano, autor de Extrasístoles: y otros accidentes (Vocesueltas, 2009), Seducir los sentidos (Mediaisla, 2010), y otras obras.  Miembro del consejo editorial y la mesa directiva de Revista Contratiempo (Chicago), una de las publicaciones culturales en español más importantes de los Estados Unidos.

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