Creo que a nosotros los centroamericanos
desplazados por la geopolítica ya se nos ha hecho vox populi repetir las palabras de Roque Dalton al afirmar que uno
puede salir del país, pero el país no sale de uno. Los desplazados por razones
económicas o políticas nunca dejamos de retornar, porque es algo esencial al
espíritu. Si alguien me preguntara si tal vez exagero la nostalgia, pues les diría
que cada quien lleva su propia Ítaca en el corazón.
Mi viaje más reciente
ha sido a Nicaragua, y me place decir que me sentí muy en casa, de pronto algo
encantado por la delicadeza con que los invitados fuimos recibidos en Managua,
donde se realizó Centroamérica Cuenta 2016. Reitero lo de sentirme en casa,
porque retornar a Centroamérica es volver a la casa grande, la que un día fuere
casa solariega de hermanos que estuvieron a punto de volverla una gran
república. Uno de los propósitos centrales de nuestra visita fue explorar la
memoria que nos une, lema que se dividió en temas relevantes a la historia,
al presente, al futuro, a la guerra y a la paz,
vistas todas a través de disciplinas varias como las artes plásticas, la
narrativa, la fotografía, el ensayo, el cine, el periodismo y la historiografía.
Pues
sí, no dejo de sentir nostalgia. Varias veces ya, en otros escritos, he
insistido en afirmar, casi con reclamo ontológico, que la belleza es nostalgia.
Bien. Este viaje ha despertado en mí la nostalgia por la Centroamérica que
alguna vez soñaron e idearon nuestros próceres revolucionarios, liberales y
algunos conservadores. No es algo que procuro por primera vez. Centroamérica
nunca ha dejado de ser parte de mi propio ideario, aunque quizá ya haya dejado
de ser un sueño realizable. Este ideario ahora lo relego a lo único que me puede
dar verdadero aliento, la nostalgia expresada y apreciada por medio del arte,
la música y la literatura; y porque, apropiándome de las palabras de nuestro
poeta Cardona Bulnes, porque ya “...no quiero nada, este infierno es mi
paraíso”.
Por
muy extremo que suene dicho predicamento, nuestra gran casa solariega no es más
que un imaginario para los enamorados y, si me permiten esta gran abstracción,
éste a la vez me lo figuro convertido en forma física, como una construcción de
piedras angulares, como los inuksuk que construían los inuit de
Norteamérica, para no perderse en el camino, para memorar, para reencontrar los
pasos perdidos. Sólo así, como aquel excéntrico musicólogo de Carpentier que se
internó en la selva a buscar los pasos
perdidos, puedo yo rastrear ese pedregoso camino hacia mi casa grande.
Dichosamente
en este viaje, en una fabulosa y calorosa noche de Managua, me encontré con el
poeta Humberto Ak'abal para que me ayudara a no sucumbir ante la demasía de la
realidad. (Así somos los poetas, seres tangenciales, aunque no elusivos.)
Magnífica tertulia que comenzó temprano junto con Marta Susana Prieto y Mario
Gallardo, para luego ser acompañados por Carlos Pardo, Carlos Zanón y aún más
tarde por Gonzalo Celorio.
Ak'abal
y yo nos quedamos solos hasta deshoras de la noche, tratando de actualizarnos y
de hilvanar una amistad en un encuentro efímero. Haberlo conocido en persona,
estoy más que seguro, fue de mucho más provecho para mí. Su poesía y su
existencia en sí es un viaje indispensable, un viaje hacia un mundo que
nosotros los sujetos de la hipertrofia desconocemos. Luego de compartir
pareceres, me obsequió una diminuta edición del poemario Kamoyoyik/Oscureciendo
del cual reproduzco este texto que creo nos recuerda de algo anteriormente
insinuado:
La misma piedra
Salí a dar una vuelta
con la intención de borrar
esta imagen que me atormentaba.
Y cuando me di cuenta
estaba otra vez
frente a la misma piedra.
Las
interpretaciones varían según el caminante, pero a mí el texto me lleva a pensar
sobre la futilidad de todo viaje de búsqueda que no sea a uno mismo y mejor
todavía al sí mismo. Como un inuksuk (que significa "a la imagen del hombre")
de los inuit, que puede ser tanto figura humana, señal o puerta, la piedra
donde vuelve a tropezarse el caminante del poema es una suerte de piedra
angular. Todo apunta a los eternos retornos, a las indagaciones personales o
culturales, al reencuentro con la memoria colectiva.
Teniendo
en mente el propósito de nuestro viaje a Centroamérica, puedo agregar la
analogía que las “piedras” fundacionales de nuestros antepasados eran
herramientas de supervivencia física, así como las actuales manifestaciones
culturales son medios de supervivencia espiritual. ¿Qué nos queda ante la disolución
del Estado, la omnipotencia de las corporaciones transnacionales y la
indiferencia de Dios? No nos queda más que recontar nuestra historia, personal
e íntima, de la creación, destrucción y regeneración del mundo. No nos queda
más que relatar una versión íntima de la nostalgia.
No
hay duda que muchos a leer estas aseveraciones dirán que no hay que darse por
vencidos. Algunos hasta pronunciarían la palabra praxis. Han sido más de
doscientos años de praxis fallido. Veamos.
La república centroamericana
El porqué insistir tanto en Centroamérica, el
porqué necear con la región que para muchos sólo ha sido un istmo entre las dos
grandes Américas; el porqué hurgar nuestro pasado cundido de revoluciones
fallidas y guerras civiles. Este cuestionamiento seguirá siendo tema de discusión
para muchos. Para mí, en lo personal, siempre ha sido un constante ideario que
también se nutre del imaginario ancestral mesoamericano.
A
mediados de los 80 cuando estaba realizando estudios de posgrado en la
Universidad de Roosevelt en Chicago, tuve la fortuna de conocer
latinoamericanos de todas partes del continente. Las perspectivas políticas
eran las mismas y los mismos también eran los sospechosos de siempre: liberales
o izquierdistas y conservadores o derechistas. El tema diario en esos años eran
las guerras civiles en Nicaragua, El Salvador, Guatemala y, por supuesto, la
infame incursión bélica del imperio y el esbirro (EE.UU. y Honduras), que
libraban el sabotaje más vil jamás visto en la región, la guerra de los Contras
en la frontera de Nicaragua sandinista.
En esos tiempos
cuando las fronteras estaban convertidas en verdaderos frentes de batalla, era
difícil no hablar del tema y era difícil para un chapín (guatemalteco), un
pipil (salvadoreño), un catracho (hondureño), un nica (nicaragüense) o un tico
(costarricense) no sentirse anómala parte de lo que en el siglo XIX, antes de
la escisión de las cinco provincias, se conocía oficialmente como República
Federal de Centroamérica (1823-1840). Por eso hasta la fecha el topónimo y el
respectivo gentilicio tiene un significado más que geográfico. Esto a veces
puede generar confusiones. Recuerdo que en una de tantas pláticas de
universitarios sobre temas afines, una muchacha cubana (nacida en EE.UU.) me
preguntó con mucha curiosidad: Oye Leiva sabes que ayer estuve conversando con
un salvadoreño y un guatemalteco y me pareció raro que al yo preguntarles de
dónde eran, antes de mencionar sus países, me contestaran, yo soy
centroamericano. Cómo que centroamericano, les dije, si Centroamérica no es un
país. De inmediato le respondí, no lo es ahora, pero lo fue a comienzos del
siglo XIX, y los que te contestan que son centroamericanos también te están
insinuando que, por lo menos, son unionistas y que, además, pueda que sean
izquierdistas. Luego de eso, seguimos hablando de Francisco Morazán y del
americanismo de José Cecilio del Valle, los dos próceres hondureños que habían
iniciado campañas, bélicas el primero y políticas el segundo, para mantener la
unión centroamericana.
José Cecilio del Valle (1780-1834), pensador de la ilustración por excelencia, y quien escribió sobre la unión americana antes que Bolivar o Miranda, también alguna vez contestó, soy centroamericano, cuando siendo ministro de relaciones exteriores de México, durante el imperio de Iturbide, aboga por disolver la anexión de Centroamérica a México. Del Valle era un acérrimo republicano y logra su fin. Luego pide la renuncia al emperador Iturbide y regresa a Centroamérica.
Centroamérica no deja de contar
La última vez que los centroamericanos
intentan la unión fue en 1895 cuando en mi ciudad natal se declara el Pacto de
Amapala, firmado por Nicaragua, El Salvador y Honduras. La unión se disuelve en
1898 tras un golpe de Estado en El Salvador. Los intereses latifundistas
siempre han cultivado la manzana de la discordia, hasta la fecha.
¿Qué
hacemos las personas pensantes luego de todo ese legado de oprobio y ante la
intervención de corporaciones, feudos e imperios que no nos permiten ser dignamente?
Lo que hacemos es recordar. Lo que hacemos es luchar asiduamente contra el
olvido, la amnesia institucionalizada. Ahora la lucha es por medio de las
letras y las artes. Tanto historiadores, intelectuales, periodistas
comprometidos, así como escritores, artistas y cineastas se unen formal e
informalmente para darle seguimiento a una trama que tuvo sus inicios mucho
antes de la conquista. El papel de la persona pensante es recontar su propia
historia, reinterpretar sus orígenes, su propia creación. Por lo tanto, mucho
se ha discutido sobre la literatura del desencanto, queriendo tildarla
de ser escapista y hasta reaccionaria. Sucede que el realismo social hizo tanto
nido en Centroamérica que todavía quedan secuelas ideológicas que rechazan las
visiones de mundo que no incorporen asuntos socio-económicos. Lo cierto es que
las manifestaciones socio-culturales no dejan de aparecer en todas sus
modalidades. El discurso ha cambiado y ahora los escritores tienden a expresar
sus inquietudes, preocupaciones y estéticas personales, sin dejar de ser, y
vuelve a aparecer el término, centroamericanos.
Esto
fue uno de los temas de Centroamérica Cuenta 2016, realizada en Managua, donde
nos reunimos escritores, historiadores, periodistas, artistas y cineastas
centroamericanos junto con invitados de otros países latinoamericanos y
europeos. Debo mencionar que esta iniciativa es de Sergio Ramírez y que se
celebra todos los años en diferentes ciudades de Nicaragua.
El lema de esta IV
edición fue Memoria que nos une, y una
de mis asignaciones (la que tuvo lugar en el Instituto de Historia de Nicaragua
y Centroamérica-Universidad Centroamericana) fue tratar como subtema Artes y
políticas de la memoria en Centroamérica: recordar el pasado para imaginar otro
futuro, simposio que fue organizado por la cátedra Wilhem y Alexander Von
Humboldt en Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad de Costa Rica.
Como asunto agregado: Escribir contra el
olvido: ¿un nuevo compromiso en la posguerra?. En esta mesa participaron:
Marta Susana Prieto de Honduras, Erick Aguirre de Nicaragua, Rafael Cuevas de
Costa Rica, Carol Zardetto de Guatemala,
Carlos Cortés de Costa Rica y León Leiva Gallardo de Honduras. Con
perspectivas varias pero en general afines, en esta mesa expresamos el desafío
que se nos presenta al escribir como individuos con visiones personales y como
ciudadanos de una antigua república cercenada y tomada. Todos de alguna manera,
anuente o renuente, llegamos a la conclusión de que lo único que nos queda es
la república de las letras y las artes. En este sentido, no sucumbimos a una
suerte de república platónica, para deshacernos del poeta y sólo
dedicarnos a componerles himnos a los dioses (léase a las ideologías).
Por
supuesto que salió a relucir el hecho de que la literatura social es de suma
importancia. Sin embargo lo que quizá debió también abordarse más a fondo fue
que gran parte de dicha literatura sobrevive más por su valor histórico que por
su valor estético. Sigue existiendo la misma y antiquísima querella entre el
arte puro y la doctrina. Brevemente, para hallarle salida, toqué este tema
mencionando el dictum dulce et utile de Horacio. Como es de esperarse
estos simposios son introductorios, de ninguna manera exhaustivos.
Mi segunda asignación, la cual se dio a cabo en la librería Literato de Managua, fue el conversatorio La ficción contemporánea y la deconstrucción del olvido (¿Es la ficción una herramiente confiable para conservar la Historia?). Aquí tuvimos la oportunidad de darle seguimiento a un tema que, dada su complejidad, necesita abordarse desde varias perspectivas. Junto con el escritor y periodista mexicano Emiliano Monge, el escritor nicaragüense Mario Martz y el narrador salvadoreño Elmer Menjívar, dialogamos sobre la lucha constante contra el olvido (la manipulación de la historia por las instituciones) por una parte y por otra sobre cómo la literatura siempre ha sido un medio alternativo para contar nuestra historia.
En
este conversatorio donde se facilitó más el hablar de literatura propiamente,
hice hincapié en el hecho que el acto de escribir es un ejercicio tanto
mimético como mnemónico. La literatura, la comprendo yo, es la transcripción
del mundo que percibo, y cuyos mecanismos son básicamente representativos y
memorativos. El acto de escribir es en sí un mecanismo evolucionado para
conservar la memoria personal, social-histórica y ancestral-colectiva. Estas
nociones que son tratadas por Freud y Carl Jung (en El malestar de la
cultura de Freud y la teoría sobre el inconsciente colectivo de Jung), nos
advierten cómo la sociedad (la civilización) utiliza las instituciones para
reprimir nuestros instintos animales, y por ende también reprime nuestras
memorias ancestrales. Este tipo de olvido institucionalizado se torna aun más
maquiavélico en las sociedades totalitarias.
La
literatura, las artes y el juego son las herramientas con las que luchamos
contra el olvido y con las que transcribimos nuestra historia.
Volviendo
al porqué de procurar una Centroamérica: pues porque todo pueblo tiene ideales
de nación grande. Este afán por ser nación grande ahora se nos torna, en el
sentido antes mencionado, la cuestión de
la cultura. Probemos el principio realidad. Los países que antes conformaban la
gran república tienen que unirse culturalmente para no sucumbir ante el olvido.
Como pequeñas repúblicas en vías de consolidar una voz propia, atamos cabos
culturales, ya que las fuerzas políticas y económicas están en manos ajenas.
El
legado cultural y literario en Centroamérica es innegable. La civilización
Maya, con el aporte de dos de las obras coloniales más importantes de la
literatura mesoamericana como lo son El popol vuh y la obra de teatro Rabinal
Achí, es el imprescindible trasfondo fundacional. Luego la reanimación del
genio de la lengua castellana, con la obra de Rubén Darío, se da inicio
categórico a la literatura hispanoamericana moderna, a una voz americana, que
da precedente al genio centroamericano. El precedente Darío es una realidad
viva y hubo de incitar a otras generaciones. Para finales de los 60 Miguel
Ángel Asturias se convertía en el primer novelista latinoamericano laureado
doblemente con el Nobel y el Lenin de literatura, poniendo así otra piedra en
nuestra construcción de la memoria. En la actualidad las voces centroamericanas
comienzan a tener más resonancia.
Con estas
observaciones, impresas en el cuaderno de bitácora de un viajero que se dirige
a sí mismo, hago memoria de un viaje esencial y celebro el hecho que
Centroamérica cuenta, en voz propia, su realidad y su ficción.
Amigo entrañable, que lo eres no en la dimensión del tiempo de conocernos, en los pocos días en que hemos departido, sino por el hierro que es el temblor del pensamiento. Tus palabras evocan imágenes de visiones inéditas desbocadas en un instante, nada efímero de significado a pesar de la cortedad del momento, galope de palabras que son pureza, amistad, escalofríos de lámparas nacidas de las llagas de una Centroamérica inmensa como el mar, pequeña y oscura como el corazón triturado de los centroamericanos que anhelan, como las enredaderas verdes, trepar por la noche oscura hasta los cielos donde se respire la fertilidad total, como debe ser la tierra final de todos nosotros.
ResponderEliminarTienes razón en decir que los temas no fueron exhaustivos, pero lo suficientemente provocadores para encender la llama de la inquietud y de la continuada búsqueda. EN eso estamos.
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